No estoy enojado, de verdad.
Aunque seguro pensás que sí, porque el silencio a veces se parece mucho al enojo.
Pero no, no estoy enojado.
Estoy… confundido, algo cansado, con una tristeza de esas que no lloran pero hacen ruido adentro.
Ya no sé cómo acercarme sin romper nada,
ni cómo alejarme sin romperme a mí.
A veces me dan ganas de escribirte un “che, ¿cómo estás?”
y a la vez sé que ese mensaje podría desencadenar todo de nuevo:
el vértigo, el abrazo, la distancia,
tu silencio de después.
Y entonces no te escribo, pero igual lo hago.
Te escribo acá, como si pudieras leer esto.
Porque con el "escribir" —ahora que lo pienso— pasa lo mismo.
Para mí es estar con la persona a la que está dirigido.
Le da un lugar a una relación que no existe,
y esa relación y esa persona existen en la medida en que voy escribiendo.
O sea: mientras te escribo, estás.
Aunque no me hables, aunque bajes la mirada,
y después me agarres del brazo como si nada.
Mientras te escribo, volvés a ser la que me dice “qué lindo es tu nombre”,
y yo también vuelvo a ser el que se deja marcar la campera con tu labial
como si eso fuera una bandera, una señal de que todavía estamos ahí,
aunque sea por unos minutos más.
Me encantaría explicarte todo esto, pero no sé si vos tenés espacio para escucharlo.
Y tampoco sé si yo tengo energía para ver tu cara después de leerlo,
porque me harías esa mueca tuya de no saber qué decir
y yo me derretiría otra vez en tu silencio.
Así que prefiero escribir.
Aunque esto no sea una conversación,
aunque no estés del otro lado.
Aunque no tenga respuesta.
Porque al menos acá puedo decirte que no estoy enojado,
que te siento en todos lados,
y que sigo sin saber cómo no pensarte cuando escucho una canción que podría ser tuya.
Y porque mientras escribo esto, por un ratito,
te tengo cerca.
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