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    Hace 50 años se fundó una biblioteca donde en una esquina yacía una mujer, sola, ante la amplia magnitud de libros y todo el bullicio de gente a su alrededor, pero en el penumbroso silencio y vacío de sí misma, dolorosamente sola. Y allí pasaba el tiempo sola yaciendo, pero entonces ¿Qué pretendía? ¿Qué buscaba? ¿Qué esperaba? Ni ella sabía, ¿había algo realmente que le devolvería la plenitud a su alma, algo que le quitara ese penumbroso vacío y atormentante silencio que le habían arrebatado todo aquel tipo de calidez para si misma? Nada, porque ya no quedaba nada, ¿pero acaso ese era su final? Había un centro, un principio, y este parecía ser el fin a todo, por tantos años busco, por tantos años lloro, por tantos años se lamentó, tanto que ya no quedaba nada, ahora solo era un infinito vacío. Alguna vez existió algo, alguien, un alma que la iluminaba, pero se la arrebataron injustamente de su corazón, de un día para otro, sin previo aviso.

    Era fácil echarle la culpa a la oscuridad, la entrada de la puerta hacia el cruel destino para dichas almas inocentes, la profundidad del propio mar, la boca del infinito agujero, pero ¿Por qué seguir culpando? Si ya se lo había llevado todo. Su alma perdida envuelta en el manto de toda esa luz, llevaba tanto tiempo tintineando de manera intermitente, a la infinita espera de algún tenue destello de luz, se sentía como una suave membrana de un olvido imposible a olvidar, un olvido que estaba destinada a padecer. La sala por más llena que estuviese se sentía completamente fría, vacía y oscura, faltaba la calidez de todas aquellas almas ausentes; tantas historias con tantos inicios y finales felices, ¿Por qué a ella, a su hijo, a las demás madres y a los demás hijos, les había tocado aquel desgarrador destino? Esa era su pregunta, pero como esa, había un millón más sin respuesta, ¿Cómo podía ser que en donde lo estaba todo ya no quedaba nada?

    La esquina se empieza a sentir cada vez más pequeña, más oscura y aún más silenciosa, esta vez el vacío se siente como si no pudiera detenerse, la ausencia y el dolor irreparables se expanden, se expanden cada vez más y más.

    La mujer sigue yaciendo en el mismo lugar, pero ahora por primera vez siente en toda esa cantidad de historias con tantos inicios tantos finales, alegres, tristes, abiertos, siente una extraña pero conocida calidez, una vieja y confortante calidez que había creído olvidar, la abraza, como si los brazos de su hijo de vuelta la rodeasen y dice aquel adiós, aquel adiós que le quedo pendiente, aquel adiós que nunca pudo decir, lo dice y se aferra, se aferra a dicha calidez tan pero tan reconfortante, que sin ni siquiera darse cuenta cierra los ojos y se desvanece ante la magnitud de historias, dando ya por terminada la suya.

    Milagros Gerlei

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