Si pudiese. La consagraría como ese calorcito que viene después del golpe, lo que me arraiga a poseerla y anida el cuerpo de fantasías. Aquello que me hace compañía en madrugadas desoladas. Amanezco pensando en la simetría, despacito y ameno, en lo que más me gusta sentir de ella. Un particular gusto por rasgarle el sostén y probar cada rincón de sus pómulos magullados, las marcas suavecitas prolongadas desde la esquina de su clavícula que se esmera en cubrir. Poseerla, adorarla. Una mujer necesita ser cuidada hasta la médula, querida y gozada. He de hacer mi labor, arroparla cuando el frío nos hiela los huesos y después de tanto parloteo toma el cigarro que posa en sus— labios cargados en carmesí que tartamudean, no sé si es del gélido grito que guarda en su cuerpo o de miedo. Aún no sé bien la razón de su adicción al tabaco, pero que porquería, todo lo que es capaz de hacerle a un cuerpecito tan pulcro que tanto adoro. Dos golpes en el pecho. Una braga en el colchón y todo lo que siento es mi cabeza dar vueltas. Ella no lo piensa demasiado, pero estoy volviéndome adicto a escucharla tararear su canción favorita cuando froto mis dedos. Hasta lo profundo de su cruda alma, es mía.
No lo voy a confesar, se ha de avergonzar. Es imposible que no pueda mirarla y pretender que es mía, mía. Con ese fino contraste de caderas y un montón de torpes quejidos me hacen volver a la tierra. Estoy equivocado, no soy dueño. No controlo el meneo de su falda al irse y partir, mucho menos de sus cariñitos detrás de la oreja. Es mía, y no es de nadie. Y me evapora, me arranca el sentir para después partir. Me quedo ahí, con la única esperanza de protegerla un poquito mejor al llegar otra vez. A verla, a tenerla. A fingir que es mía.
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