Las cosas son eso: cosas.
Y ya sabemos lo que les pasa a las cosas.
Todo lo material, concreto, tangible,
tarde o temprano se desgasta.
Las cartas se manchan,
las fotos se doblan,
los objetos se pierden,
las promesas se confunden entre lo que fue y lo que quisimos que fuera.
Nada que pueda guardarse en un cajón
sobrevive intacto al tiempo.
Por eso, prefiero que no me den cosas.
No las quiero.
No me ofrezcan un regalo que se envuelva,
ni algo que deba sostener con las manos.
Regalame una sensación,
pero no cualquiera:
una a la que le pongas mi nombre,
una que sólo vos y yo reconozcamos al tacto,
una que no se pueda explicar,
pero que arda cuando aparezca.
Regalame una mirada que me aparezca en los sueños,
un silencio que hable con mi memoria,
un temblor que se repita cada vez que escuche tu voz en otra.
Regalame algo que no esté hecho de materia,
sino de instante.
Regalame un recuerdo,
una escena en la que estemos pero nunca nos hayamos encontrado.
Un rincón donde duela un poco recordarte
y al mismo tiempo sea imposible no hacerlo.
Regalame una esquina de vos donde yo siga existiendo.
Algo que no pueda perder,
aunque te pierda.
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