En algún momento de mi corta y atolondrada vida, viajé 3,929.7 kilómetros persiguiendo una ilusión: el amor. Uno que era tan intenso como absurdo.
Ella era blanca, pecosa, de cabello semiondulado, y tenía esos ojos marrón caramelo que te invitan a creer. La conocí —mejor dicho, la reconocí— en el aeropuerto de Ezeiza, una mañana helada. Apenas me vio, su mirada me dijo sin palabras: “Te estaba esperando.” Estaba emocionada, nerviosa. Sabía que yo era el chico tonto de Lima que lo había dejado todo por conocer a una desconocida con la que llevaba seis meses chateando. Pero también sabía —o al menos yo creí saber— que yo era el indicado. El único.
Pasamos, sin lugar a dudas, una de las dos mejores semanas de mi vida. Todo fluía. Nos reíamos de cualquier tontería, y hasta el silencio nos sentaba bien. El último día fue duro. De camino al aeropuerto, ella lloraba desconsoladamente. Yo no. Por alguna razón, dentro de mí sabía que volvería pronto. Buenos Aires ya no era solo una ciudad: era mi nuevo mundo, y ella, su capital emocional.
Le tomé el rostro y le dije, como quien promete lo imposible:
—No llores. Te juro que regresaré pronto. Y no me volveré a alejar de ti nunca más.
Dos meses después, cumplí mi promesa. Ahorré, compré un pasaje sin retorno y la llamé esa misma noche para contarle. Lloró de emoción. Me dijo que me amaba, que no podía creerlo. Pero algo en su voz, algo imperceptible, se quebró.
Una semana después, un lunes frío y confuso, me llamó. Quería dejar la relación. No supe qué decir. O quizás sí lo supe, pero preferí no entender. Solo le dije:
—Te espero en Ezeiza, como la primera vez. Si no estás ahí, entenderé que ya no me amás.
Faltaban dos meses para ese viaje. En medio de ese limbo emocional, mi padre fue internado en el hospital Rebagliati. Tenía un tumor en el pulmón. Me quedé a dormir en una silla incómoda, acompañándolo, rodeado del olor a cloro, miedo y enfermeras con sueño. Eran las dos de la mañana. Todo estaba en silencio. Entonces, el teléfono vibró.
Era Miranda.
¿Había cambiado de opinión? ¿Se había dado cuenta de que aún me amaba? ¿De que le hacía falta?
Una chispa absurda de esperanza me iluminó el pecho.
Abrí el mensaje.
Decía:
“No me esperes en el aeropuerto. No estaré ahí.”
Aun así, viajé.
Ezeiza estaba igual de frío que la primera vez. Recogí mis maletas. Esperé. Las puertas se abrieron. No estaba.
Por cosas del destino —o por simple inercia sentimental— la volví a ver tiempo después. Pero ya no era la misma. No me miraba igual. Estaba conmigo, pero no estaba. Y entonces lo supe: aquella mujer que una vez me hizo sentir su todo, hoy me veía como un buen recuerdo. Un lindo chico con el que pasó un lindo momento.
Donde sea que estés, Miranda, ojalá estés bien.
Yo todavía te recuerdo como algo bonito que me pasó en algún rincón de esta diminuta vida.
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