—Bueno dale, si te salen bien todas las ramas podés ir a abrirte la birra —me dije en voz alta, hablando de la cerveza que había ido a comprar horas antes y que debía estar ya fría y deliciosa. Era una calurosa noche de sábado de diciembre y tenía la casa sola, mi familia estaba de vacaciones. Estudiaba muy amargamente en mi habitación, tenía que rendir el final de anatomía en unos días y no pude irme con ellos, y tampoco pude ir a la reunión de fin de año que habían organizado mis amigos para esa noche. Hacía seis horas que estaba estudiando y todavía quedaban muchos temas para ver ese día. Acababa de leer las ramas de la arteria maxilar y me proponía repetirlas desde mi memoria.
—Entonces las ramas de la arteria maxilar son doce. A ver, eran… —dije cerrando los ojos— primero la auricular profunda, segundo la timpánica anterior, tercero la meníngea media, cuarta la alveolar inferior, quinta infraorbitaria, sexta la faríngea ascendente, séptima la palatina descendente, octava… octava era… ¿cuál era? ¡Ay la puta madre! —exclamé frustrado— ¿Cómo era? ¡La puta que me re contra re parió!
Me levanté, agarré el libro de anatomía y, lleno de furia, lo arrojé al suelo.
—¡Dios cómo me voy las voy a olvidar! —Grité caminando en círculos— ¡Recién las leí, qué pelotudo! ¡Dios qué bronca! ¿Por qué me puse a estudiar medicina? Tendría que haber estudiado otra cosa, yo sabía. Tendría que haberle hecho caso a mi tío y estudiar ingeniería. ¡Qué ganas de dejar todo a la mierda! ¿Qué hago?
Ahí fue cuando la magia ocurrió. La habitación comenzó a moverse como un terremoto, mientras yo moría de miedo. Empezó a formarse un espiral de viento en el medio de la habitación, los papeles volaban por doquier y la lámpara del techo se agitaba. De repente estaba oscuro y un destello de luz como un rayo apareció donde se había originado el remolino de viento. Permaneció unos segundos y, al desaparecer, emergió de ella un hombre de unos cincuenta años con guardapolvo por encima de una camisa y corbata, lentes redondos, pelo corto y barba canosa, con ojos idénticos a los míos.
—¡Ah! ¿Quién sos? —exclamé, asustado.
—Soy vos, pero del futuro —dijo el hombre.
Quedé atónito, sin saber qué responder.
—¿Qué es esto? No entiendo nada, ¿cómo hiciste para viajar en el tiempo? —Pregunté.
—Eso no importa, vine a hacerte una advertencia. ¡No estudies medicina! Andá hoy a juntarte con tus amigos y dejá todos estos libros. Es una carrera muy larga y frustrante, haceme caso y cambiate a ingeniería como dijo nuestro tío, estoy seguro que eso nos hubiese hecho felices.
—¿De verdad? ¿Entonces dejo todo acá y me voy con mis amigos?
—Sí, andá. No te presentes a rendir y en febrero cambiate de carrera.
—Bueno —dije, confundido y frustrado, pero obediente—, me voy a vestir e irme con ellos, no rindo nada ese examen.
Mientras aquel hombre sonreía de satisfacción la habitación volvió a moverse y un nuevo destello de luz apareció en el medio de la habitación. Ahora surgió de ella un hombre igual al anterior y con mis mismos ojos, pero con un suéter, un poco más subido de peso, lentes cuadrados y el pelo más largo.
—¿Otro yo? —dije.
El hombre me miró, luego a mi yo de guardapolvo y luego a mí nuevamente.
—¡No le hagas caso a ese hombre! —Dijo, señalando a mi yo médico— Vine para advertirte. No estudies ingeniería, vas a ser muy infeliz, demasiada matemática, pocas minas y la vas a sufrir. Estudiá otra cosa, estudiá música o algo así, algo más tranqui, algo que nos inspire, no vuelvas a cometer un error, eso sería fatal.
No entendía nada, estaba confundido.
—Uy che, bueno no sé entonces —dije—, me voy a meter en la carrera de música supongo.
Pero otra vez se movió la habitación y luego del destello de luz apareció otro hombre, ahora con el pelo largo, barba, lentes pequeños y una camisa holgada. Quiso hablar y lo interrumpí.
—No me digas, estudiaste música y querés que estudie otra cosa.
—Sí, no estudies música. Te vas a cagar de hambre, ¡no seas boludo! Estudiá otra cosa, no sé, mamá siempre decía que los abogados ganaban bien.
Y así es como apareció otro destello y otro hombre, ahora bastante mucho más flaco, de traje, sin lentes y con cara muy cansada.
—No pelotudo, no estudies abogacía, no se gana tan bien como crees y tenés que estar peléandote con gente constantemente. Estudiá historia, nos gusta la historia… ¿no?
—Sí, no sé, supongo que sí —dije.
—¡No nos gusta la historia! —dijo mi yo médico.
—Es mejor que estudiar derecho, te lo aseguro —dijo el abogado.
—¿Ah sí? ¿Sabes lo que son las guardias de veinticuatro horas?
—Ustedes los médicos siempre quejándose —interrumpió el ingeniero.
—Ey cálmense —dijo el músico.
—Habló el hippie con osde —exclamó el ingeniero.
Otro destello de luz apareció.
—Hola —dijo el nuevo hombre, con una remera blanca y jeans —, estudié historia pero es un horror dar clases a pibes, creo que tendrías que ser empresario.
Así es que apareció mi yo empresario, mi yo antropólogo, mi yo contador, mi yo arquitecto y muchos más, cada vez había menos espacio en la pequeña habitación. Comenzaron a insultarse y a discutir por estar apretados y por diferencias en sus perspectivas.
Con el correr de los minutos me comencé a cansar y en un momento, mientras discutían por estupideces innecesarias, me escabullí por la puerta sin que lo notaran. Recordé la cerveza que había comprado y me dirigí a la cocina. Abrí la heladera y la vi ahí, fría y elegante. Extendí mi mano para agarrarla pero vi que había también una Coca-Cola y un jugo de naranja, tentándome ambas. Entonces dudé: ¿cuál tenía ganas de tomar? ¿Cuál iba a disfrutar más ahora? Lo pensé varios minutos con la mano extendida a la nada y mirando con la mente perdida un frasco con salsa bolognesa de hace un par de días. Ahí me percaté y dije en voz alta:
—Qué infumable che, no hay poronga que me venga bien —concluí. Cerré la puerta de la heladera y me serví un vaso de agua de la canilla.
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