No estuve.
No pude sentir tu último suspiro
ni sostener tu patita cuando el cielo
te llamaba con una voz tenue.
No estuve,
y eso me duele más que el silencio,
más que el frío de este cuarto alquilado
que me tiene lejos de mi país,
de mi familia,
y de mi casa,
esa que te vio crecer
y ocupar un lugar en nosotros.
No estuve.
Y ya no podré verte una vez más,
ni escuchar tus patitas caminar hacia mí,
ni despedirte como se debe:
con flores.
Siento el pecho abierto,
como si el mundo disparara su ausencia directo en mí,
como si respirar fuera un castigo cruel,
un precio que debo pagar por no haber estado ahí.
Y, sin embargo,
a pesar del dolor
te siento.
En la brisa cálida que lame mi mejilla,
en el eco de tus ladridos en mi cabeza,
en la memoria suave de tu pelo entre mis dedos.
Perdóname
por no estar,
por no poder despedirme de ti.
Gracias
por ser alegría y luz,
por formar parte de mí,
por ser una curita para los míos
desde el momento en que migré,
por quedarte tanto tiempo.
Ahora estás en el cielo de los perritos,
donde corres libre,
pero aún me sigues.
Desde ese rincón donde el amor no muere,
donde mi voz aún te llama,
y tú me escuchas.
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