No estoy mejor así.

Que te quede claro: esta no es, por lejos, una confesión de una emoción positiva; es la declaración más defenestrante que hice. Te quiero decir: te odio. A vos, tus ojos, tus dedos largos, tu pelo largo, tu nariz que amaba, tus hoyuelos. Odio tus mentiras, odio tu tono de voz falso que enuncia palabras falsas cuando lo único que buscan es herir. Odio todo lo que significás como persona. Te convertiste en todo lo que rechazo. Es tal el nivel de asco que pienso en vos y arrugo la nariz, como si estuviera sintiendo un olor horrible acompañado de una taquicardia que me avisa que algo desagradable se avecina: tu recuerdo.

Sos todo lo que no quiero volver a tener cerca o conocer. Supongo que tengo que agradecerte por demostrarme que yo también puedo odiar hasta el hartazgo, y no sólo cosas abstractas, sino a personas. Y no a cualquier persona: a quien adoré profundamente de una manera muy fugaz.

¿Por qué decidiste convertirme en esta persona que odia? Fui una persona triste, dolida, pero jamás odié a nadie hasta que apareciste vos y me diste todos los motivos para que tu existencia me revuelva el estómago. Sobre todo: tu mentira. Te dije: no hay nada que odie más que la mentira. Haceme lo que quieras, pero no me mientas, y no te cansaste de mentirme. Lo hiciste una y otra vez, no te cansaste de mentir, por mensaje, besandome, dándome la mano, mirándome a los ojos... Dios, tus mentiras ponen mi cuerpo en un estado de ataque como si fuera un animal salvaje.

No sirve de nada este odio más que para encender la llama de que nadie me vuelva a hacer lo que te permití a vos: jugar con mi vulnerabilidad.

Te odio también por convertirme en esto: una persona que odia, se enfurece, arde en llamas y no tiene contra quién dirigir ese enojo, porque vos decidiste retirarte. Porque sos y serás un cobarde.