Desde que cobró uso de la razón nunca pasó un momento a solas. Se hacía llamar "la sombra de sí mismo" pero en cuanto la luz apuntaba hacia él, desaparecía. Tallaba historias en su piel como quien labraba su futuro en un pergamino. Dócil pero impulsivo, servicial pero exigente y engreído pero autocrítico podía verlo. Pasó toda su vida encerrado en una jaula con barras de telaraña y era tan temeroso que hizo de su cárcel una nueva realidad.
Adoptó esa cerrazón como estilo de vida y nunca se hizo de la fuerza necesaria para escapar del baúl en el que él mismo se encerró. Se mantuvo al borde, siempre al borde, podía verlo levantar la tapa del cofre para observar más nunca para salir, la hostilidad del afuera le aterraba pero la realización sobre su impulsividad era lo que lo dejaba dentro sepultado. Sin embargo escuché por ahí decir que tenía un calendario de líneas rayadas en sus paredes de madera donde contaba los días que se mantenía a la espera de que alguien lo saque de ahí por la fuerza.
El panteonero me contó una anécdota que parecía casi que leyenda urbana: antes de morir pidió descansar en la eternidad con el cuerpo acomodado de costado. Aseguraba el sepulturero que el muchacho previo a quitarse la vida compartió esa única y modesta petición con él, en pos de defender la idea de compartir el ataúd con alguien más.
Los vecinos del barrio decían que lo que pasó, pasó por lo largo que fue el tiempo que sólo pasó. Y por mucho que me duela, tiendo a creer que su decisión de suicidarse partiéndose en dos, fue para siempre tener un amigo.
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