Me aterra convertirme en una soñadora resignada a no soñar.
Me aterra que mis esperanzas y deseos se hundan con el bote de mi vida, como si todo lo que fui alguna vez quedara atrapado en el fondo de un mar que ya no me escucha ni me reconoce.
Pero más que eso, me aterra que ese naufragio tenga nombre.
Que la culpa no sea del destino, ni del tiempo, sino del amor.
Amor a la vida.
A las plantas que crecen aunque nadie las mire.
A los animales que confían aunque el mundo los haya traicionado.
A las personas que amo incluso cuando no sé si merecen ese amor.
Me aterra amar tanto que me olvide de mí. Amar tanto que me quede sin espacio para seguir soñando.
Porque a veces, amar duele más que perder.
Y yo no sé si tengo fuerzas para perder otra vez.
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