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Nadie ve lo que cuesta quedarse

Jul 10, 2025

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Nadie ve lo que cuesta quedarse
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Al borde de la cama, con la espalda arqueada como un tallo vencido por el peso de su flor marchita, ella permanecía inmóvil. Por ojos tenía dos eclipses agotados que flotaban en el abismo constante de su insistencia. No deliraba ya por pasión, sino por costumbre, como quien acaricia a la muerte esperando que se duerma en sus manos, como quien sopla sobre los fragmentos de su alma intentando leer en ellos un destino real.

Había colgado un pensamiento en su mente, como un cuadro torcido en una pared mal iluminada: un retrato malinterpretado de quien alguna vez creyó ser. La distancia, esa bruma obstinada, había disuelto incluso la posibilidad del deseo. ¿Era tanto pedirle al cuerpo una sonrisa? Una que cruzara la cara sin preparación previa. Un regalo dirigido a la luna con la osadía de los vivos. Pero ni los labios húmedos, ni las mejillas teñidas de un rojo salado, ni el temblor febril de su carne nostálgica lograban disuadir al invierno. Ese que entraba y se instalaba en su pecho, como un huésped indeseado.

Con la yema de los dedos rozaba lo ajeno, como si tocara reliquias sagradas. Dejaba, en cada superficie indiferente, rastros de estrella, vestigios de la luz que alguna vez la había compuesto. Quería fundirse con el cielo promedio. No ser parte del mundo, sino del firmamento, como polvo de luz en un rincón olvidado del universo.

No es tristeza exactamente. Es una espesura, una niebla interna que desdibuja los bordes de la voluntad. Uno hace cosas, responde mensajes, calienta agua, respira; pero nada de eso se siente del todo propio. Como si se viviera en diferido. Como si el alma estuviera viendo todo desde el fondo de un charco.

A veces le ocurría al abrir los ojos.
Otras, en medio de la rutina. Bastaba una frase sin importancia, una palabra mal dicha, una pausa más larga de lo habitual. Y entonces todo volvía: el peso, la punzada, el vacío que no muerde pero penetra. Como si la vida tuviera filtraciones y, por alguna grieta mal nombrada, se le fuera escapando el sentido.

Hay quienes no lo entenderán, pero hay quienes sí. Quienes se han mirado al espejo sin reconocerse, quienes se han sentado en la cama con el alma hecha ovillo, quienes han sentido que el silencio grita más que cualquier fanático en medio del show tan ansiado.

A veces, cuando se sentaba sola frente a la ventana, ni siquiera miraba hacia afuera. El vidrio, empañado por dentro, se volvía espejo. Un reflejo difuso, como si incluso su propia imagen le pidiera permiso para tomar espacio en la existencia. No era tristeza todo el tiempo. Era, más bien, una especie de ausencia con forma. Una sensación de estar, pero no estar del todo. Como si alguien más estuviera viviendo en su lugar, usando su cuerpo, cumpliendo con lo que se espera. Sonriendo cuando hay que sonreír. Respondiendo cuando hay que responder.

Lo difícil no era llorar. Lo difícil era cuando no salía ni una sola lágrima. Cuando el cuerpo no reaccionaba ni siquiera a la angustia. Cuando se quedaba quieta, completamente muda por dentro, esperando algo que ni siquiera sabía percibir.

Y lo peor: esa culpa silenciosa. Culpa por no estar bien, culpa por no sentir gratitud cuando debería, culpa por no querer salir, por cancelar planes, culpa por no saber explicarse, por no tener una herida visible que mostrar, como si para que algo duela tuviera que sangrar.

Pero nadie enseña lo que se hace cuando la herida está adentro, cuando el corazón tiene filtraciones pequeñas, persistentes, que no se ven pero mojan todo. Nadie habla del esfuerzo que implica seguir viva cuando todo en uno quiere detenerse. Nadie celebra el acto invisible de vestirse, de comer algo, de decir “estoy bien” sin estarlo, solo para evitar explicaciones. Y sin embargo, eso también es resistencia. Eso también es una forma de amor, aunque no lo parezca.

La gente suele decir: “ya va a pasar”. Pero nunca dicen cómo duele mientras pasa. Cómo uno se siente partido en mil fragmentos afilados mientras espera. Cómo hay noches en las que lo único que se desea es no sentir más nada, entre sollozos más encendidos que una hoguera. Y aun así, llega el amanecer. Aunque no traiga respuestas, aunque no cure del todo. Llega. Cubre el ventanal con amplias ganas, y pega el calor de cerca sobre el vidrio. Te estremece por la fugaz noción de tiempo perdida en la que no existe nada más que aquella estrella, que se coloca por sobre los problemas a diario. Y eso, a veces, es suficiente.

ℬ𝘳𝘪llo 𝗮𝘇ul

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