Me rompí los dedos tratando de ser suficiente,
cociné amor con migas,
regalé mis horas,
me arranqué pedazos para que ellos no tuvieran frío.
Sonreí con los labios partidos
aunque por dentro
me estaba muriendo.
"Soy útil…", susurré entre sollozos.
"Soy útil, por favor, no me dejen…"
Pero me miraron como a un mueble viejo,
como si estorbara en la sala,
como si mi existencia fuera
una mancha que no podían limpiar.
"Mamá… papá… no me dejen…",
dije con la voz quebrada,
como quien llama a un dios
que ya no contesta.
Tenía miedo.
Miedo real.
Miedo de esa oscuridad
que no es de la noche,
sino de adentro.
Me abrazaba las rodillas
como si eso bastara para no romperme,
pero ya estaba rota,
por dentro,
donde nadie mira.
Me arrastré con el alma a cuestas
y aún así les rogué:
"¡Duele! ¡Duele mucho!
¡Me duele el pecho, me duele el aire,
me duele estar viva!
Por favor, no me dejen…"
Pero ya nadie escuchaba.
Mis palabras eran cenizas,
mis lágrimas, invisibles.
Y yo…
yo era nada.
Lloré hasta quedarme seca.
Grité hasta que la garganta sangró.
Pedí amor como una niña perdida en un bosque,
pero el bosque estaba vacío
y mis pies descalzos se hundían en el barro
de la soledad.
Al final solo quedó el silencio.
Un silencio tan pesado
que me aplastó el alma.
Y ahí me quedé,
ya sin gritos,
ya sin lágrimas,
con los ojos abiertos en la oscuridad,
esperando que alguien…
alguien…
me salvara.
Pero nadie vino.
Nadie.
Y el mundo siguió.
Como si yo nunca
hubiera estado aquí.
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