ahora prefiero el color amarillo.
no por lo vibrante, ni por la luz que hiere los ojos,
sino porque entiendo por qué van gogh
se comía la pintura: para tener un sol dentro.
un sol que calentara todo lo frío que se le enredaba en los huesos.
un amarillo que es un grito mudo contra la oscuridad que no se va.
cuando me baño, ya no cierro los ojos.
me quedo parado, horas muertas, mirando los azulejos mojados,
mientras el agua cae sobre mis hombros y no logra arrastrar
este peso invisible que cargo desde otro país.
es sólo cuando el agua se vuelve lo suficientemente fría
—un hielo que corta la piel—
que salgo de la disociación y vuelvo a este cuerpo que habitamos a la fuerza.
ya no hablo con los abuelos que caminan solos.
ahora bajo la mirada y aprieto el paso.
porque cada arruga, cada paso lento, cada espera en una esquina
me recuerda demasiado a ella.
y siento cómo los ojos se me llenan de un agua que no es de la ducha,
un mar de recuerdos que me ahogan en seco.
así que miro el suelo y sigo. es más seguro.
lo dulce y lo salado ya no saben a nada.
mi lengua sólo reconoce la ceniza del cigarrillo,
el ardor del alcohol barato,
algo más fuerte que me golpee el pecho y me recuerde
que esto, al menos, es una sensación que puedo nombrar.
el equilibrio ahora es un mito; sólo busco el olvido.
hay días en los que el quedarme quieto no es un acto de paz,
sino la única forma de no desarmarme.
las manos ya no se calientan con una taza de té,
sino que encienden otro cigarrillo.
el ruido del ventilador no llena la habitación;
soy yo el que está vacío.
la guitarra sigue ahí, pero es un monumento a un perro viejo que sí se murió.
y en esos días, lo extraño todo.
y no necesito nada.
que nadie grite. (pero yo grito por dentro).
que nadie se vaya sin decir adiós. (pero todos se fueron).
que la luz entre sin apuro. (pero la luz duele).
que haya arroz en la alacena. (pero no tengo hambre).
que me sobre una campera para prestar. (pero yo tengo frío).
me parezco más a mi madre de lo que quiero admitir,
y por eso evito todo lo que ella amaba:
el olor de los jabones, la ropa doblada con cuidado, los pies descalzos.
porque cada similitud es un cuchillo que me retuerce en las entrañas.
hay una parte de mí que no sólo se cansó de buscar lo extraordinario,
sino que dejó de creer en todo lo que perdura.
las plantas se mueren, el té se enfría, la gente que escucha se cansa.
nada dura. y si dura, es el peso el que perdura.
no sé si esto es infelicidad.
pero si lo es,
me parece que suena más a un silencio espeso que a un quebranto.
y aun así me quedo.
porque hasta las cosas rotas
saben, a su manera, cómo sostenerse en el vacío.
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