Y arrugué el papel,
esa proposición que con tanto
esmero preparé.
Porque ya no servía de nada.
Te habías ido, ya no estabas.
Y el anillo, ese mismo
con el rubí incrustado.
Lo miré por última vez
antes de empeñarlo.
Porque ya no servía de nada.
Ni tu sombra quedaba, ya no estabas.
Y el traje de alquiler,
me enojé tanto,
me volví un desalmado
al impulso de mi estupidez
y lo quemé.
Pero no me importó, porque ya no servía de nada.
Sin novia, solo un vacío quedaba.
Porque ya no estabas.
Las cartas, los obsequios,
las fotografías, todos
aquellos arreglos; aquellos recuerdos.
Sin ya tener con quien compartirlos,
los oculté, los regalé, porque ya no servían de nada.
Tu presencia me había dejado,
incluso tu alma.
Todo había perdido su sentido,
porque ya no estabas.
Y, finalmente, en un escondrijo me oculté
y me abracé a mi mismo, mientras lloraba.
Porque ya no volverías,
porque ya nada importaba.
Porque aunque miles de lágrimas derramara,
aunque a la luna suplicara y a los dioses
me sacrificara, ya no servía de nada.
Porque no solo vos ya no estabas,
sino porque de mí tampoco ya nada quedaba.
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