La naturaleza llama. Viene desde el interior, en forma de un rugido salvaje. Le hace acordar a aquella pareja de tigres dientes de sable que cazaron el invierno anterior. De a ratos, el rugido se transforma en un chiflido similar al del viento helado que azota las ramas de las coníferas.
No hay con qué darle. La carne de mastodonte siempre le cae pesada. El chamán de la comunidad ya se lo había advertido. Debía aflojarle y pasarse a algo más saludable. Le había recomendado la pechuga de dodo, carne magra si las hay. El postre también contribuye al malestar. Esos frutos silvestres estaban bastante blandos. Cada vez que tomaba uno, el color rojizo se impregnaba en sus manos, desde las falanges superiores hasta la zona debajo de las muñecas.
Pocas lunas atrás hubiera podido aliviar su malestar detrás de algún arbusto o entre yuyos altos. Pero ahora toda la vegetación está pintada de blanco y las ráfagas son cada vez más veloces y heladas. El pronóstico anuncia que habrá una era de hielo durante los próximos diez mil años. Y él no puede aguantarse tanto.
Habrá que buscar un rincón de la cueva. No tiene que estar muy alejado de la fogata que mantiene el calor de la comunidad, pero tampoco tan cerca del resto. Si los otros escucharan los ruidos provocados por la digestión del mastodonte, las burlas se harían sentir hasta la próxima temporada de caza. Sobre todo, ese tal Neander, que siempre encuentra una excusa para tenerlo de punto.
Ahora es el momento propicio. El más anciano los llama a congregarse alrededor del fuego para contar sus historias. Todos comienzan a acercarse, ávidos de escuchar las aventuras que aquel viejo ha recolectado en treinta y cinco años de vida. Hay que esperar que la mayoría se incorpore y camine hacia la fuente de calor. Durante el movimiento, él también se levantará, pero aprovechará la penumbra para dirigirse hacia otro lado. Aquel recodo natural es el lugar indicado. Nadie lo verá y tampoco escucharán los sonidos que pudiera emitir. Mientras camina hacia el recodo, escucha las palabras del anciano:
—Porque ahora se ponen a hacer ruido con huesos y piedras. En mis años mozos, hacíamos lindas cosas con solo golpearnos el pecho con las manos. ¡Eso era música!
El lugar es un angosto pasillo sin salida, rodeado por la misma pared rocosa en tres de sus lados. Espera que sus ojos se acostumbren a la penumbra y luego elige el sitio exacto donde cumplir con su tarea. Solo queda levantar las pieles que abrigan sus muslos y disponerse en cuclillas. Por fin va llegando el alivio.
¿Y mientras tanto? ¿Qué hacer durante la espera? Siempre pasa lo mismo. La premura por deshacerse de la carga interior le hace olvidar del tedio que ello implica. Está allí, en esa posición incómoda, a solas con sus pensamientos. Si tan solo existiera algún artefacto para pasar el tiempo. Lo único que hay es el eco del anciano y su relato, que llega en forma de un murmullo ininteligible. Ese murmullo se une con las ráfagas de afuera y, en conjunto, se transforman en un arrullo. Comienza a cabecear y sus párpados se van cayendo. Pero si se queda dormido en esa posición, se despertará acalambrado y le costará volver a erguirse. Se obliga a mantener los ojos abiertos y busca algún rastro de entretenimiento en el suelo. No hay ni una sola piedrita para jugar a la payana.
Sigue buscando, hasta que su mirada se detiene por largo rato en esa grieta. Es una mínima hendidura que recorre el piso rocoso, luego se bifurca y se pierde en la oscuridad. Le hace acordar a las grietas que se dibujan en sus manos. El chamán le había dicho que las de cada persona eran únicas y señalaban el porvenir. Decide mirarlas, para descubrir qué le deparará el destino durante el resto de su vida. Quizá también pueda descifrar el futuro de su familia, de toda la comunidad y —por qué no— de la especie humana. Sin embargo, lo único que ve son líneas, algunas rectas y otras curvas, pero nada más. Al parecer, hay que ser chamán para saber leerlas. Es cierto, hay algo distinto. Ambas manos presentan el color rojizo que la pulpa de los frutos dejó en su piel.
Bueno, basta de perder el tiempo. La labor está consumada y, además, los isquiotibiales comienzan a pasarle factura. Es hora de volver con los demás, de sumarse a la ronda y hacer de cuenta que acá no ha pasado nada. Para incorporarse, necesita ayuda de la pared cavernosa que tiene enfrente. Apoya ambas manos y presiona con la suficiente fuerza para que sus piernas puedan extenderse lentamente. Luego, despega las manos del muro rocoso. Se queda quieto, con la vista fija en el punto que acaba de dejar al descubierto. Está contemplando su creación.
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