NACERMORIR
Se comienza a morir cuando se nace.
Eso lo sabemos con dolor.
El tiempo pasará
(porque el único objetivo del tiempo es trascurrir)
y en cada segundo iremos dejando células,
como la efímera estela de un barco enfermo y enorme.
Tú y yo sabemos que solo serán imágenes rotas,
pedazos inacabados de la inmediatez como flores
y un amor.
Si las flores mueren, el amor queda allá,
muy lejos,
en una imagen perdida de lo que pudo ser.
Entonces nos percatamos del error de comenzar.
Pero de errores estamos hechos:
amantes somos de los traspiés.
Nada será como queríamos que fuese
y esa rara sensación de no comprender,
de salir al vacío
-terrible diapasón desconocido
que lo convulsiona todo y nos obliga a quedarnos,
a dejar atrás las quimeras,
las pretensiosas maneras de continuar
en medio de la placenta y los sonidos que abundan a nuestro alrededor-,
no sería más que mudos comienzos de la casualidad,
que se debate con una estoica pasión entre los sueños y las inquietudes.
Cuando decidimos nacer,
abrirnos a golpes y patadas el camino hacia la luz,
poco importan las escaramuzas.
Solo queremos la luz,
quedar expuestos,
cegarnos para siempre,
exponernos a su radiación como se marchitan los cuadros en la pared.
Sabemos que nos ira consumiendo de a poco
y quedaremos alucinados, turbados de tanto resplandor
en ese perezoso peregrinar hacia el final,
Hacia el happy end que tanto tememos,
que tanto evitamos.
Esa mortaja infinita que nos espera,
sedienta,
innegable.

Yom Hernández
Aquí un licenciado en Historia, loco por la literatura que lee y escribe pertinazmente. Mi primer libro Memorias de un confinamiento se puede buscar en www.edicionesatlantis.com.
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