Entre las sombras suaves de la tarde
aparece tu piel, nívea, inmaculada,
como un lienzo donde la luz se atreve
a besar cada curva con calma callada.
Tus ojos, dos verdes mares profundos,
me arrastran al vértigo de un deseo sutil;
en ellos se esconde el misterio del mundo,
la promesa de un goce tan frágil como febril.
Tu pecho pequeño, firme y callado,
se erige como secreto ofrecido al azar,
no busca imponerse, no grita su encanto,
sólo invita a mi boca a aprender a soñar.
Y en el roce invisible de tu aliento cercano,
la noche se tiñe de un calor divino.
Eres el fuego escondido en lo humano,
eres mi pecado, mi norte, mi destino.
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