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Murió el papa Francisco

Abr 21, 2025

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Murió el papa Francisco
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Murió el Papa Francisco. Ese fue el titular que recibí en mi correo esta mañana. Y, más allá de mis contradicciones y riñas con la Iglesia Católica, sentí que un mundo se rompió dentro de mí, y también por fuera. Sentí cómo se quebraban las cadenas de un mundo antiguo ante la caída de una figura que encarnó la última esperanza de reconciliación entre fe, política y humanidad. Un mundo que alguna vez caminó lento y en paz, o al menos intentó hacerlo. Un planeta que Jorge Mario Bergoglio veló día y noche, con disciplina y humildad; con amor, firmeza y un virtuosismo más espiritual e intelectual.

El 13 de marzo de 2013, cuando fue elegido, yo tenía apenas 15 años. A duras penas entendía cómo funcionaba el mundo, cómo operaban sus estructuras político-económicas, y cuál era el peso real de una figura como el Papa en la arena global. A mis 28 años, comprendo un poco más. No lo suficiente, claro está, pero lo justo como para advertir el vacío que deja su partida. Porque, más allá de la fe, Francisco representó una voz ética en medio del ruido ensordecedor de una época marcada por el desencanto, la polarización y la lógica del descarte.

Recuerdo que en algunas portadas de los canales y revistas de noticias lo llamaron “El Papa del Fin del Mundo”, aludiendo a su origen argentino, latinoamericano, del sur global. También era el primer Papa jesuita, una congregación conocida por su pensamiento crítico, su trabajo con los pobres y su histórica tensión con el poder eclesiástico más conservador. La frase era, por un lado, un guiño exótico y marketinero; por el otro, un síntoma de nuestra forma occidental y eurocéntrica de mirar el mundo. ¿De qué mundo estábamos hablando cuando se lo presentó así?

Lo cierto es que, el planeta no fue el mismo desde aquel miércoles en que regresé a casa y la televisión anunciaba con euforia “Habemus Papa”. Bergoglio no sólo asumió como jefe de la Iglesia Católica: también como una figura global en tiempos de crisis. Supo interpelar a la humanidad desde los márgenes: habló de pobreza estructural, de crisis climática, de migración forzada, de los excesos del capitalismo financiero y de la necesidad de construir un nuevo pacto social. Publicó la Laudato Si’, una encíclica histórica que colocó al cuidado de la “casa común” como prioridad moral del siglo XXI. Y lo hizo sin estridencias, con un tono sereno, muchas veces incomprendido por sectores más conservadores, incluso dentro de su propia Iglesia.

Hoy, como argentinos, perdimos otro ídolo popular. Porque, entre diferencias y afinidades, este mundo roto y veloz aún encontraba algo de sinceridad y benevolencia en ese hombre que predicó la palabra de Dios con un mensaje claro: el bien común. Y como todo lo que nace bajo cierta estabilidad, también él fue desgastado por las tensiones del tiempo. El mundo humano giró rápidamente hacia su propia degradación: nuevas y viejas guerras, pandemias, crisis alimentarias, intereses geopolíticos, tecnología sin alma. Y nuestro país, que alguna vez supo sostenerse con templanza ante los vaivenes globales, eligió darle la espalda a su historia. Lo digo sin vueltas: los más de 50 millones de argentinos fuimos responsables —por acción o por omisión— de la consolidación de un neoliberalismo autoritario que hoy marca el rumbo del pueblo. Impulsados por el odio, la avaricia o la desesperación, no supimos advertir que la paz también es una construcción que requiere coraje y memoria.

El bien común. Tres palabras que este mundo parece olvidar con una rapidez alarmante. Esta conmemoración no es solo un homenaje: es un llamado a resistir el olvido. Francisco no fue infalible, pero representó, en una época difícil, la posibilidad de una política del acompañamiento, una fe activa y una ética planetaria. En tiempos donde los discursos se endurecen y el odio es la norma, él insistió en la fraternidad, en el cuidado, en la escucha.

Francisco fue, quizás, el último gran símbolo de una Iglesia que intentó dialogar con el presente sin renunciar a su espíritu. Fue el hacedor de imaginarios donde la esperanza aún tiene lugar, donde la espiritualidad no se limita al dogma, y donde el sur puede ser origen, no final. Sobre todo si ese mundo que queremos —más justo, más humano, más sensible— lo construimos tomados de la mano, y no con un cuchillo entre los dientes.

Elías Brizuela

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