Historia y cotidianidad.
Hay fechas para los libros: ha muerto un Papa.
Una muerte natural, en la cama, tras una larga vida de trabajos y honores.
En los medios, lazos negros, luto universal y a escudriñar los más mínimos detalles en un insondable todo: número de pares de zapatos, litros de agua bendita que esparció en su vida, palabras y obras, a qué huelen las rosas de su jardín privado...
Así, horas y horas en las televisiones; mientras tanto, en Gaza, se da otro día corriente: niños descuartizados, madres abrazando cadáveres diminutos, ciudades reducidas a polvo.
Pero eso, tan habitual, en esa prensa de los calcetines papales, es apenas un goteo rápido entre anuncios de detergente y perfumes; como quien informa del tráfico rodado o del tiempo soleado para el fin de semana.
No hay informativos especiales sobre lo cotidiano.
El muerto al que hay que llorar es el que tiene nombre y cargo relevante, el importante, el bueno, el rentable, el que da audiencia y patrocinadores.
Los otros, los muertos de Gaza, no tienen departamento de prensa, ni embajadores de luto, ni cámaras en directo.
Son cadáveres de marca blanca: baratos, desechables; unos números más o menos contables a los que no hacer demasiado caso, no vaya a ser que el posible comprador del perfume se espante.
Llorar a uno mientras se ignora a cientos.
Pero que no falten los rezos. Nos santiguamos, y seguimos comiendo, bebiendo y votando a los mismos abanderados.
No es solo la enorme e incomprensible indecencia: es la indignante complicidad. Sí, somos cómplices cuando observamos sin reaccionar; cuando aceptamos el juego sin cuestionar las reglas.
En el bar no se habla de Gaza -lo sé sin necesidad de estar-, pero del Papa, aunque sea con sorna cervecera, no falta el comentario: "¿Pero lo han enterrado ya? ¡Ni que fuera la reina de Inglaterra!.."
Y todo esto que les cuento ¡Qué más da! El show debe continuar.
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