Muerte y locura

Bajo el efecto del mambe, Don Benjamín se hacía incluso más vivo, más vital; sus carnes viejas, consumidas por las largas jornadas con el asadón en las montañas de Jericó, retomaban un matiz casi juvenil. Lo que más me sorprendía era cómo este excomerciante se había encerrado aquí a vivir la vida más elemental y aburrida.

—Usted tiene cara de que le da miedo volverse loco. No me lo está preguntando, pero vea: en Occidente ese miedo es tan transversal a todos como el mismo miedo a morirse. Tranquilo, Santiago, usted ya no se va a volver loco; la vida no le va a dar ese regalo, eso a usted no le tocó.

Nervioso, eché otro leño al fuego, y él continuó, con las encías verdes por las hojas de coca:

—La conciencia es más rara, y sus fenómenos, más grotescos y sublimes de lo que usted cree. Pero no somos capaces de ver eso, porque desde los griegos todos queremos ser maestros de lo racional, y ese marco nos da unos límites muy claros de lo que deben ser nuestras experiencias internas. Si uno siente otra cosa que no sea eso, ya empieza Occidente dentro de uno a decir: “Te estás enloqueciendo”. En un mundo donde lo racional es el máximo valor, la muerte y la locura tienen que ser los miedos más elementales. Acepte todo eso, eso es suyo por ser humano. No sea como esos freudianos que hablan y hablan de los deseos sexuales por los progenitores, pero eso solo se les queda en el nivel racional; esa es verdaderamente la intuición más profunda de ese viejo judío.