Quizás, y solo quizás, volví a meter el pie en la trampa de oso que es escribir.
¿Qué siento cuando escribo? Como si flotara en un vacío, en una caverna hueca y helada, donde el silencio es tan brutal que mis propios latidos revientan en ecos y me taladran los oídos. No hay músculos, no hay piel, solo un desgarro. Me desarmo hasta quedar en lo único real: pensamiento puro, un frenesí ciego, una rabia cruda que, si supiera tocar el piano, me haría romper los dedos en la primera nota. Por suerte, no hay pianos cerca.
Te miro a vos mientras escribo esto. Sí, a vos. Quiero que imagines mis ojos, pesados y abiertos, perforando el texto, perforándote. Viéndote. Desnudando cada hilo que te sostiene, arrancando de a poco la cáscara de lo correcto hasta dejarte expuesto. ¿Te incomoda? ¿Te asusta saber lo que sos sin la máscara de lo moralmente aceptable?
Felicidades. Ahora sentís lo que yo siento cuando agarro un lápiz y escribo.
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