...
Inocentes.
En las guerras, mundiales o no tan grandes, hay víctimas más inocentes aún que los niños y sus madres. Al fin, por humanos, las personas forman parte de las decisiones, de la fabricación de los engendros bélicos, de los votos y las botas. De la obediencia, de la unión y su opuesto, del odio; del error. Del fracaso.
Pero, los árboles...
No creo que nadie los haya contado. No llevan uniforme, no firman tratados ni dejan memorias. Caen sin parte de bajas, sin duelo oficial. Mueren con los bombardeos, bajo los carros de combate, en incendios provocados o como leña para resistir inviernos interminables. Mueren incluso antes, en los mapas estratégicos donde se planifica qué bosque será sacrificado para abrir paso a la artillería.
Quizá alguien haya estimado el daño ecológico en general —como pérdida de masa forestal o transformación del paisaje—, pero contar árbol por árbol, darle a cada uno su lugar en la historia… no. No es costumbre en las guerras. Supongo que sería considerado un gesto absurdo, fuera de lugar, una delicadeza inútil.
Pero imaginad lo que diría un bosque si pudiera presentar su propio parte de guerra. No por rencor, sino por dignidad:
“Fuimos tantos. Estábamos ahí. Respirábamos. Sosteníamos sombra, canto, oxígeno, belleza. Éramos también mundo.”
No dudo que merecerían su propio memorial. Silencioso, quizás. Pero con raíces.
Hay más como ellos: rosales, musgos, hongos, animales. Poco, nada importan cuando el hombre decide, entre sí, matarse.
Dolbach.
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