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Morris quedará solo

Aug 5, 2024

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Morris quedará solo
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Morris quedará solo

Aún es jueves. Falta poco para que sean las doce de la noche. Bajé de mi dormitorio para apagar las luces y asegurar la reja de la casa. Mi madre solía retirarse temprano. Las ocho de la noche era su hora habitual para irse a la cama. En mi caso, el día comenzaba cuando el suyo terminaba. Para mi madre, la calidad de su sueño dependía (y nuestra permanencia aquí, tanto para Morris como para mí), de que me comprometiera a cerrar con seguro la reja. Instalé una doble cerradura, pero antes de entrar, y a sabiendas del frío, decidí apoyarme unos momentos en ella. La reja apenas supera el metro treinta de altura. Inconscientemente, mi mirada se desvió hacia la casa de don Gastón, otro anciano más del barrio cansado y resentido. Recuerdo que luchó por años en el municipio y en la junta de vecinos, para que la vecindad dejara de ocupar su canastillo como punto de acopio para la basura. Insistía en que era de uso exclusivo y que, además, ensuciaban prácticamente todo el frente de su casa. En mi caso, solo sacaba la basura los jueves, aún pudiendo hacerlo los martes, pero consideraba que era un abuso usar su canastillo los dos días. Aunque comprendía su razón, los recolectores de basura nunca respondieron a sus solicitudes y al final, creo les resultó más cómodo dejar las cosas tal y como estaban. A nadie parecía importarle, y don Gastón había dejado de luchar contra la idea hace años. ¿Qué sentido tendría para un anciano como él luchar por algo tan insignificante? Recuerdo que en una tarde de invierno, don Gastón me lanzó un jarro de agua por haber usado su canastillo. Regresé a casa avergonzado y humillado. Tenía apenas diez años, y advirtiéndole a mi madre que algo malo podría ocurrir, esa vez, ella insistió en que dejara la basura allí en el canastillo. No lo volví a hacer hasta hace unos tres años, los mismos que llevo aquí. Atrapado aquí. 

Observé el canastillo rodeado de basura, esparcida incontrolablemente por su cantidad. "Cuarenta y tres años recordando este mismo olor", pensé. Decidí entrar al sentir entumecidos mis tobillos por el mordiente frío de la noche. Pasé al baño, me lavé los dientes y examiné las novedades de mi rostro en el espejo. Vi lo de siempre: que el tiempo fluye hacia adelante sin que nadie comprenda por qué razón. "Al menos tengo a Morris", me dije para reconfortarme. Apagué la luz del baño y subí las escaleras. Pisaba con fuerza, haciendo crujir los peldaños de madera. Cada paso resonaba con firmeza, convirtiendo el rechinido en un grito enardecido. Era mi solapada venganza por tener que salir al frío a asegurar una reja de metro treinta de alto. 

La población a la que pertenece esta casa, se la construyeron a los trabajadores de ferrocarriles del estado y a sus familias. Hoy por hoy, la estación de trenes ya no funciona. Dejó de hacerlo, un par de años antes de la partida de mi padre de la casa. Tenía unos ocho años, según recuerdo. Lo que en su tiempo fue un pueblo de paso, frecuentado principalmente por viajeros que aprovechaban de pernoctar y comer antes de continuar con sus destinos, se terminó por transformar en una localidad completamente olvidada y perdida entre sus abundantes cerros y montañas. Su particular geografía hace que el calor se vuelva extremo en verano, y en invierno, el frío sea mortificante. En temporadas estivales, la gente abandona el pueblo y en las heladas, la gente no sale de sus casas.

Este barrio ha visto nacer y morir gente y el estado de sus casas, le hace justicia a la cantidad de años que llevan milagrosamente en pie. En esta casa nacieron mi abuela, mi madre, sus tres hermanas ya fallecidas y Morris, hijo de Bernardita, quien apenas vivió unos meses más luego de haber nacido Morris. Lo que más hay aquí son años y resentimientos acumulados, ocultos bajo las capas de polvo que cubren cada rincón de este mal llamado hogar. Al verme entrar al dormitorio, Morris no dice nada. Solo se dispone a sentarse en el borde de la cama, esperando a que yo haga lo de todas las noches: armar un porro para fumarlo juntos.

—¿Quieres fumarte el porro conmigo, Morris? Le pregunto pero no responde, solo fija su vista en el encendedor. Me senté un momento en la silla de mi dormitorio frente a la ventana y me puse a mirar. Por entre la rejilla de protección y los cables del tendido eléctrico; algo de cielo, y algo de estrellas se dejan ver.

Saco la basura los jueves porque es el único día en que salgo de casa. Paso a comprarle marihuana a una amiga, Juli. Ella siempre dice que ser una dealer mujer es como ser un ángel que reparte bendiciones. Los jueves a las siete treinta de la tarde me encuentro con ella. No todos los jueves, pero en el último tiempo se han vuelto recurrentes nuestros encuentros. Siempre acordamos vernos en la pequeña plaza que está frente a un concesionario de autos chinos y de un centro comercial (que también es chino). A mí me queda a tres cuadras, a ella a cinco del jardín infantil en donde trabaja. Hoy me senté en la banca, la vi venir con su delantal verde con cuello corte tipo bebé. Clásico de parvularias. Se puso en frente de mí. De inmediato me puse de pie, la saludé y ambos nos sentamos en la banca. Yo estaba con la vista al frente, y ella observando divertida mi nerviosismo habitual. Hablamos un par de cosas. Me comentó por sobre todo, con un imperceptible aunque fingido nerviosismo, la procedencia de la basta marihuana que le estaba comprando. 

Yo sabía que le gustaba, Juli se encargaba de hacérmelo saber. Me miraba con evidente coquetería, me acariciaba más de la cuenta cuando la saludaba. Por mi parte, solo le daba un cordial, frío y nervioso abrazo, similar a los que me daba a mi madre. A Juli siempre le he dicho que no pierda el tiempo en un viejote escuálido como yo. Sin gusto a nada y quebrado. Ella por el contrario, siempre me dice que soy un cobarde y que le tengo miedo.

—¿Qué son casi veinte años menos, Marquitos?— me dice entre risas cuando comienza a tocar el tema —Para mí no significan nada, Marquitos. Tampoco sería algo como para enamorarse ¿O sí, Marquitos? Me decía con su mano en mi muslo. Las mías, se resguardaban en los bolsillos de mi chaqueta. —¿Hace cuánto tiempo que tú me compras weed, Marquitobonito? ¿Y sigues desconfiando de mí?

Me miraba con el mentón en alto y apretando una sonrisa para su puesta en escena. —¿Y todas las cosas que te he contado, Marcos? ¿Los asuntos personales que te he dicho? Ante mi silencio, el cual sirvió como respuesta, Juli me pasó el paquete, pero sobre la misma me lo arrebató y me pidió un beso a cambio de entregármelo de vuelta. Ella no imaginaba lo repulsiva que me resultaba su actitud. Guardé silencio y ella continuó —Eres tan extraño, Marcos. Pronunció mientras me pasaba el paquete. —No te digo que seas mi sugar…Años conversando y no nos hemos tomado ni una cerveza.

Me puse de pie con la intención de irme. Ella me detuvo dominada por una expresión punzante de seriedad y temor al ver que me iba.

— Marcos, espera por favor. No te vayas. Me decía luchando por guardar la compostura. Puso ambas manos en mis brazos y conecté con sus grandes ojos negros, unos a los que casi no se les puede distinguir la pupila del iris. —Esta noche puede volverse peligrosa Marcos. Ven conmigo, por favor. Tengo miedo ¿Me haces compañía? Me dijo delicadamente, intentando suavizar su mensaje.

Mi respiración se agitó. Sin razón aparente y como si una confesión fuera le dije: “Nunca más he podido volver a ser quien yo era…”. 

Estaba abrumado. Ella no me dijo nada, pero su cara de decepción lo decía todo. Me giré y me fui sin despedirme. 

De regreso a casa, el eco de mis palabras retumbaba fuerte en el vacío de lo poco que iba quedando adentro mío. Pensé por un momento en mí, pero por sobre todo, en aquello que ya no reconocía de mí. “Si Juli supiera que ni siquiera me llamo Marcos”, pensé. El trayecto de regreso a casa fue muy breve como para meditar debidamente en todo aquello que por tanto tiempo, me había resistido a encarar.

Dejé de distraerme con el fuerte viento que movía los cables y me volví hacia Morris. —¿Te cuento algo? Le pregunté, mientras sacaba mi cofre de madera con los elementos indispensables: el moledor de plástico, los papelillos, los filtros de papel y el cenicero. 

—Juli me dijo que ésta marihuana había que fumarla con respeto, gratitud y algo de angustia, sonreí. —Me contó que la hierba se la compró a un amigo. Pero resulta que este amigo, junto a dos muchachos más, fueron a la casa de un tercero a hacerle una mexicana. ¡Se metieron a la casa de otro traficante estos pelotudos, Morris! Qué peligroso. ¿Qué en dónde fue? Entiendo que fue en un pueblo más al interior, pero no sé exactamente cuál. De la casa del traficante a quien le robaron, se llevaron más de un kilo. Esta es nuestra. Le comentaba a Morris, mientras le mostraba una gran bolsa hermética robusta de marihuana. La dejé sobre mi velador y volví a moler el aromático cogollo. Terminé de armar el porro y proseguí. —Me contaron también que el dueño de la mota les lanzó un par de disparos. Los encontró justo cuando escapaban por la ventana del baño de su casa. El primero en salir fue el amigo de Juli quien alcanzó a escapar junto a un segundo tipo, pero el último fue el que se llevó la peor parte. Creo que el disparo le llegó en la pierna y obviamente quedó atrapado en la casa. Parece que aquí no corre eso de “ladrón que le roba a ladrón…”

Terminé de contarle los percances a Morris. Mientras fumaba, él inhalaba el humo que yo exhalaba.

No sentí pena por ninguno de los afectados, si es que los había. Me habría dado igual si alguien hubiera perdido la vida por mi hierba, mientras ésta llegara a mis manos. Me sentía igual de insignificante que la vida de un traficante que le roba a otro traficante. Incluso, me habría dado igual si Juli también hubiera muerto por alguna razón.

Seguí fumando y pensando en los amigos de Juli. Pensando más bien en ella. En lo frustrante que fue decirle lo que le dije. No era culpa de ella, pero para mí era imposible satisfacer la idealización que se hacía de mí. ¿Y por mi lado? Bueno, por mi lado, aún no logro ni olvidar ni aceptar.

— Al carajo el mundo, ¿No Morris?. Dije, apagando el porro antes de tiempo para guardarlo para la siguiente noche. —En la mañana, toca el baño de mi madre y hacerle sus ejercicios de movilidad. Cada día que pasa tendrá que ser más fácil que el anterior ¿Verdad Morris? Mañana limpio tu arenero. Lo prometo.

Cerré la ventana, me acosté y me despedí de Morris. Él se acurrucó a mi lado mientras le acariciaba su suave y gris pelaje. Me dormí imaginando qué es lo que haría si tuviera el dinero de toda esa hierba robada. Me iría con Morris para siempre de aquí. Me inventaría algún sueño que cumplir.

Ya era la madrugada del viernes. Un mensaje que decía “lo siento”, la notificación de una llamada perdida de Juli y el sonido de la sirena de un auto policial entrando a mi pasaje, me despertaron de aquella fantasía.

Manu Letelier Faundez

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