moriré pronto

No sé cómo, no sé cuándo, pero lo he presentido cada día de mi vida. Es como una pequeña voz en mi cabeza que me lo recuerda en todo momento, sin prisa ni crueldad. Lo dice anunciando lo inevitable. Me acompaña mientras me ducho, mientras como, mientras me cepillo los dientes, mientras hago mis trabajos, mientras me pongo la pijama, al momento de abrir mis ojos para recibir la luz del día o al cerrarlos para descansar del ajetreo de la noche.

A medida que he crecido, esa extraña sensación se ha avivado; se ha vuelto más precisa, más contundente. La muerte aprendió mi mismo idioma, conoce mis horarios y mis costumbres. Me ha hecho vivir momentos donde pienso: “probablemente esta sea la última vez que vea este amanecer” o un “tal vez mañana no despierte”.

Siempre he tenido claro que moriré en un accidente vehicular. Lo sueño de forma tan vívida que me perturba. Estoy en un viaje de carretera, el cielo se tornó oscuro hace horas y el camino se ilumina gracias a las luces del carro que avanza sin prisa. De fondo suena una canción. De pronto, todo ocurre al mismo tiempo: el ruido fuerte, el golpe seco, los vidrios estrellados y clavados sobre mi cara. La sangre corre lenta y tibia, mancha mi cuerpo, mi ropa, mi asiento. Hay un silencio profundo. Miro a mi alrededor y entonces escucho la voz que, de forma tranquila, me dice: “¿Ves? Te lo dije.” Aunque hay veces que despierto sobresaltada, con los años he dejado de luchar contra esa idea.

Pensar en la muerte no es desearla, sino reconocerla como algo inevitable. Quien piensa que morirá pronto vive con la conciencia más despierta, porque no sabe cuándo todo se convertirá en un recuerdo. Es aceptar que en cada segundo algo muere. La muerte no llega cuando uno deja de respirar, sino cuando uno deja de sentir que el tiempo importa.

No me aterra morir. Me aterra no haber vivido como yo quisiera. Me aterra pensar que la muerte puede llegar en el momento en que apenas empezaba a descubrir de qué se trataba todo eso.