No hay belleza en ti que no sea salvaje, ninguna dulzura que no arrastre consigo un eco de arenas quemadas y espuma rota. Eres la tarde que se deshace en sombras, el reflejo frío que descansa sobre el agua, una herida abierta que el tiempo no cierra y que, de alguna forma, adormece.
He amado muchas veces la quietud del océano, nunca con esta ferocidad tan tranquila, como si al mirarte, incluso en la distancia, pudiera entender el hambre que tiene la noche de devorar toda —tu— luz.
Y así, cada crepúsculo te pertenezco, me hundo en el filo de tus palabras, en las olas que tejen tu voz en el viento; porque en ti está el final de mis días, como un último suspiro inacabable, un abismo suave al que me arrojo sin miedo, sabiendo que me perderé, y en esa pérdida, tal vez, sólo tal vez, me encuentre.
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