“Yo canto.
No es invocación.
Sólo nombres que regresan”
Otros poemas
El día que el mundo se vino a pique fue como cualquier otro. Soleado, con una leve brisa otoñal. La gente del pueblo iba y venía, ocupada con sus compras y costumbres del domingo. Todo normal, sin problemas a la vista.
Hasta que la mujer apareció corriendo desde los matorrales.
Renato la vio primero. Pese a su corta edad de trece años —inexperta en lo concerniente al avistamiento instantáneo de un peligro inminente— comprendió que algo no marchaba bien.
Ella rondaría los treinta; joven de edad, pero con el sadismo del tiempo enmarcado en toda su fisonomía. Renato creía conocerla.
Beatriz, la viuda de Carlos Juárez, longevo terrateniente de pocas pulgas; un tipo que no tenía tiempo para la empatía, ni siquiera en su lecho de muerte. No era desconocido el rumor de que su mujer estaba continuamente bajo el ala de un sometimiento machista y violento, instigado por el tipo. Sin embargo, luego del fallecimiento de Carlos, ocurrió un cambio positivo, una afable liberación: Beatriz heredó una fortuna y escapó de las garras decrépitas de su anterior “amor eterno”.
Esa realidad murió en cuanto llegó al centro del lugar.
El chico notó algo distinto en su rostro. Terror, angustia, ansiedad. Una mujer abatida constantemente por torturas físicas y psicológicas debía crearse una coraza para seguir subsistiendo; todos los hombres lo sabían, y por ello mismo se sentían libres de tomar el rol de opresores. Pero la coraza se había destruido. Algo terrible estaba aproximándose, y los gritos que comenzó a proferir la mujer confirmaron las sospechas de Renato.
—¡Vino a buscarme! ¡Ayúdenme, por favor!
Todos los habitantes de aquella pequeña comunidad giraron en seco. Quienes habitaban en la comodidad de sus hogares salieron a ver qué pasaba. Los perros empezaron a ladrar.
El caos estaba comenzando.
—¡Está en el sótano de casa… Me dijo que va a salir cuando baje el sol! —proclamó la mujer, a medida que rompía en un llanto histérico.
Beatriz cayó de rodillas sobre el camino de tierra. Los cascotes de barro seco desgarraron la piel de sus tiernas rodillas. Levantó ambas manos hacia cualquier alma noble que pudiera ayudarla, comprendiendo, al mismo tiempo, que éstas se encontraban sometidas al régimen autoritario de un ser supremo que decidía hacer oídos sordos a la misericordia.
—Me vino a buscar… Por favor… Ayúdenme. —Ya no había esperanza en su voz. Aceptó la sentencia como un sumiso condenado a la horca.
Nadie movió un pelo. Solo miradas, sin emoción o compasión alguna. Renato avanzó unos pocos pasos en dirección a la mujer, pero, segundos después, alguien lo agarró del hombro para frenarlo. Era Mario, el único mecánico de la zona. Kilómetros a la redonda sin nadie más que supiera arreglar las máquinas esclavas. Una autoridad en cualquier tipo de materia viril; alguien que siempre sabía cuál era el rol de todo hombre "hecho y derecho".
—Dejalo así, pibe —dijo, a medida que una espesa gota negra de aceite resbalaba por su mejilla.
El chico miró nuevamente hacia la mujer, pero encontró un espacio carente de ella. Había escapado momentáneamente de su peligro, sin ningún tipo de socorro. O, quizás, simplemente nunca estuvo ahí. Eso pasaba todo el tiempo.
Los habitantes del pueblo continuaron con sus tareas, los perros siguieron merodeando, los pocos autos andando. Renato tardó unos segundos de más en volver a la realidad. Muchas incongruencias e interrogantes invadían su psique. Finalmente callaron.
El mundo siguió su curso, sin enterarse aún, que había llegado a su fin hace rato.
El camino de regreso a casa lo transitó en bicicleta. Una playera vieja y oxidada que había pertenecido a su abuelo, ya fallecido. Trayecto cansador por delante. Los caminos de tierra del campo podían ser engañosos y duros. Más de una vez se había caído al pedalear distraídamente, olvidándose que estar “avispado” era sumamente importante en la vida.
Siempre fantaseaba con poder conducir la camioneta de su padre. El Viejo —así era como lo llamaba—, se mostraba reacio a dejarlo cumplir dicha fantasía. La razón: al cumplir once años, Renato le insistió en que quería aprender a manejar. Con dudas, su papá accedió a darle unas clases, las cuales nunca llegaron a completarse.
El vetusto vehículo era un Chevrolet C10 del ‘77, con sistema hidráulico, y una carcasa de metal despintado que la protegía de todo mal; dura como una armadura blindada. Si lograbas dominar a la bestia, podías gobernar el mundo. Después de darle instrucciones, claras y precisas, sobre cómo funcionaba la máquina, Renato arrancó. En menos de cinco segundos, la camioneta terminó atorada en una zanja que se encontraba a pocos metros. El Viejo no lo golpeó, ni siquiera le gritó, tan solo lo miró; completamente decepcionado, avergonzado de tener a un inútil como hijo. O al menos eso pensaba el chico.
Continuó pedaleando con la frente en alto, carcomido por sus anhelos adolescentes.
Una vez que llegó a la tranquera que daba inicio a los confines de su hogar, lo recibió Domingo. El canino lanzó unos ladridos que podían desgarrar tímpanos. Cuando pudo ya tocar a su joven amo, se frotó entre las piernas del mismo, lamiendo a su vez ambas rodillas. Era un perro viejo, una reliquia del pasado. Renato no sabía su edad. Al momento de nacer, Domingo ya estaba ahí. Como todo animal que se ama, el chico imploraba que fuera eterno, y creía que conocer su longevidad reducía automáticamente la vida del fiel guardián de cuatro patas. Lo acarició por un rato, luego se levantó, apoyó la bicicleta en el pasto y caminó hacia la casa.
Completo silencio. Al igual que cada último mediodía del fin de semana, ningún ruido invadía el hogar. La única actividad en acción se hallaba en la habitación de su padre, e inclusive esta se desarrollaba en un microuniverso personal, carente de palabras dichas en voz alta.
Rezaba. Renato lo sabía, pese a que el Viejo nunca se lo había dicho. Todas las veces que quiso traer el tema a conversación, su padre ahuyentó el diálogo, o, en criollo: lo sacó cagando.
Sin embargo, los susurros casi imperceptibles llegaban a él de manera clara, siempre coronados por el nombre de una mujer. Al igual que el colgante con la cruz dentro de la mesita de luz, el cual se había dado por perdido después de la tragedia, pero, a la vez, el chico sospechaba de su permanencia oculta en la casa. Aunque no podía ver la escena, la sentía, y eso era más que suficiente para aceptarla como real.
No necesitaba poseer una mente brillante para saber a quién estaban dirigidas aquellas plegarias. El viudo que se pierde en la soledad de la vida siempre cae rendido ante la voluntad de Dios. Esa deidad que Renato decidió alejar de su propia fe al ser consciente del mundo que lo rodeaba: un lugar sin descanso para los desafortunados del rebaño.
Mamá murió de manera rápida y sencilla. Un momento en que el cuerpo dijo basta, quebrando a la familia en dos, y el Todopoderoso ni se calentó en darle respuestas. Por eso, no podía concebir que su padre cayera en la famosa trampa de espejitos de colores; un teléfono descompuesto sin oyente del otro lado. Pero ahí estaba, y él lo respetaba.
Lo único que no alcanzaba a tolerar era la otra santidad a la que el Viejo veneraba: la ginebra. Barata y rancia, comprada en el almacén de Cacho. Cada vez que Renato agarraba una botella de la góndola, la observaba por cuatro segundos. Uno, duda, Dos, valentía, Tres, arrepentimiento, Cuatro, decepción. No podía dejar a su papá sin el brebaje de sanación. Deseaba hacerlo, pero aquello significaba soledad, ira, y, más que claro, muerte en vida.
Mientras el ritual religioso continuaba en la pieza, Renato se dispuso a preparar el almuerzo. Sanguchitos de jamón y queso, acompañados por un sifón de soda. Pancho le llorisqueaba para que le diera un poquito de comida. Ante la petición le terminó lanzando una tierna y rosada feta de cerdo sacrificado.
El Viejo salió de su cuarto al poco rato. Lo saludó con un breve movimiento de cabeza. Ambos se sentaron a comer. Permanecieron callados por un largo tiempo.
—Mañana arranco a las seis para lo de Horacio. Antes de que vayas para el colegio me tenés que ayudar a cargar los alambres —dijo su padre, cortando la incomunicación.
Siempre proclamaba la misma orden los domingos antes de empezar la semana, como si fuera siempre la primera vez que lo decía. Seguro es una cábala, imaginaba Renato. Un lema que le daba tranquilidad antes de salir a realizar su labor de alambrador. El peor trabajo del mundo, pensaba el chico —una figura en el horizonte quitando y colocando los cercados del campo eternamente— pero que, como bien sabía, le tocaría heredar una vez que el Viejo no aguantara más. La vida así dictaba.
Bajó la mirada y vio cómo sus manos abatidas por el tiempo temblaban. No era un movimiento involuntario de extremo descontrol, pero sí lo suficientemente notable como para preocupar a Renato. El alcohol estaba consumiendo a su padre; aquel compañero de desdichas elucubraba, día a día, su plan de destrucción, y él no podía hacer nada para evitarlo. La autoridad del Viejo sobre su hijo era inamovible. Le tenía miedo, y a la vez respeto —dos palabras que nunca viajan por separado—; solo podía ser testigo de la ruina, sin derecho a cuestionar. Lo amaba, quería que siguiera viviendo, que superara el duelo, pero la opresión y superioridad del otro no tramitaban salvaciones.
Terminaron el almuerzo. Su padre se levantó sin emitir palabra. Renato ya tenía naturalizada su consecuente tarea. Llevó todos los utensilios, vasos, y platos sucios a la cocina para comenzar a lavar. Mientras sus dedos se bañaban en agua turbia, el cielo comenzó a nublarse: promesas de tormenta que se cumplieron horas después.
Pasó el resto del día leyendo. El Viejo era devoto a la Biblia. Siempre dejaba aquel libro pequeño de encuadernación azul, y cuero de mala calidad, encima de un banquito, justo en el rincón más oscuro de la sala. Lo tomó cuidadosamente. No quería que lo supiera, le daba pánico imaginar la reacción de su padre si llegaba a enterarse del acto. Todo se cernía en un silencio de incógnitas, donde el vínculo entre ambos peligraba a cada momento.
Se recostó en su cama y empezó a vislumbrar las palabras sagradas. No seguía orden alguno, simplemente se dejaba llevar, con la inevitable furia de exigir respuestas. A medida que las gotas del exterior chocaban contra la ventana —traduciendo sus siluetas sobre las finas hojas—, encontró un pasaje que lo inquietó.
Este proclamaba:
El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero.
Cerró el libro con una especie de inexplicable revelación en las venas. Dormir le pareció la mejor solución para callar su mente.
Entonces vino la noche.
Los ladridos de Domingo rompieron con su pesado sueño. Se levantó un tanto mareado, dejando caer la Biblia al suelo, la cual aterrizó del lado de su portada. No lograba procesar —en esos breves segundos en que se regresa a la vigilia— dónde estaba y quién era. Una vez resuelto el enigma se dio cuenta de que algo no marchaba bien.
Salió de la pieza. Toda la casa estaba sumida en tinieblas. Ningún alma se dignó en prender las luces. Al parecer, su padre también fue presa de las garras del mundo onírico, ya que no había señales de que hubiera deambulado por la sala durante el resto de la tarde.
A medida que se aproximaba a la puerta de entrada, comenzó a escuchar los gemidos de terror del perro.
El paisaje nocturno estaba mudo. Ningún grillo, pájaro, escuerzo, nada. El silencio total no existe, pero la realidad decidió callar por siempre en aquel instante. Renato sintió su propia respiración como nunca antes lo había hecho. Suspiros agitados, entrecortados y lentos, rebotando en su cráneo. Era el grito silente del pánico.
Encendió la potente lámpara halógena del frente del hogar. Tardó unos segundos en accionarse. El tan familiar, e irritante, zumbido del viejo foco dió pie a la claridad artificial. Por fin, aquella dura luz blanquecina permitió delimitar la figura de Domingo a escasos metros. Tenía la cola escondida, mientras que su cabeza y orejas se habían encogido de pavor.
Renato se percató de que no había emitido una sola palabra desde su despertar, ni siquiera para llamar al Viejo. ¿Necesitaba ayuda? Todo parecía normal, a excepción del comportamiento del canino. Sin embargo, no ver el peligro en carne propia es incongruente a que este no exista.
—Domingo, vení —dijo Renato.
El perro no cumplió la orden.
—Domingo… vení, carajo.
Estaba mirando hacia la lejanía, bien alineado al destartalado poste junto a la tranquera. La débil luz anaranjada del oxidado foco no iluminaba nada en específico, a medida que emitía un parpadeo violento y constante.
El chico se acercó lentamente a Domingo, luego de que este comenzara a sollozar desesperado. Luego, decidió mirar nuevamente al espacio vacío, el cual ahora se encontraba ocupado.
Una figura, negra como el petróleo, se erguía junto al gran tronco de madera. Dicha coloración no se debía a la débil luminaria —que fallaba en su único objetivo: esclarecer el mundo cuando la noche caía—: su piel, y naturaleza, pertenecían a la oscuridad. Sin texturas ni facciones. Al mirarla de reojo podía confundirse con una sombra. Pero esa cosa era real y tangible, como cualquier otra criatura conocida por el ser humano.
Quizás llevaba un largo rato ahí parada, sin que Renato se hubiera dado cuenta, o, tal vez, la misma había emergido de la profunda penumbra del campo, aproximándose de manera imperceptible en su dirección, como si flotara directamente hacia él.
La idea provocó un relámpago nervioso en su cuerpo.
—Tato —dijo una voz que reconoció al instante.
Era imposible. El dueño de esas palabras había abandonado el mundo muchos años atrás. Un derrame cerebral lo volteó, andando en la bicicleta playera que Renato usaba para moverse en la vida. La que heredó, luego de la visita de la Señora de Negro a su familia.
—Tato, vení… Soy el abuelo.
Una réplica prístina del tono, timbre e intensidad de la oratoria perteneciente a su difunto abuelo, pero, al mismo tiempo, tan antinatural como la confundida mente del chico lograba razonar en aquel instante. Parecía un niño que estaba aprendiendo a hablar, alguien que encontró por primera vez el poder de la palabra y ahora la usaba a su favor, un imitador casi perfecto que carecía de emociones en cualquier tipo de expresión
Ninguno de los tres seres vivos que compartían dicho escenario se movió. Estaban suspendidos en un limbo atemporal, donde la realidad se resquebrajaba con inusual atropello.
El ruido del seguro de un rifle al ser accionado quebró el momento.
El Viejo estaba a pocos centímetros de Renato. Nunca escuchó sus pasos al acercarse. La idea de que los sonidos externos se habían perdido por siempre en la noche cobraba cada vez más preponderancia.
—Renato, andá pa´ dentro —ordenó su padre.
Pudo ver en sus ojos el horror primitivo, aquel nacido miles de años atrás, cuando nuestros antepasados comenzaron a atestiguar las primeras, y terribles, amenazas de la naturaleza. Indescriptible en frases, pero de traducción precisa en piel y carne.
El chico volvió a girar en dirección a la figura negra. Esta se encontraba más cerca que antes. Varios metros de recorrido en escaso tiempo, y aun así, no se lograba discernir ningún rasgo facial en ella.
—Viejo… ¿Qué es eso? —preguntó Renato, con un leve temblor en los labios.
—Entrá mierda, te dije —susurró entre dientes el otro, lleno de ira y nerviosismo.
No quería girarse. De alguna forma comprendía que si le quitaba los ojos de encima —a lo que fuera que estaba parado frente a ellos— comenzaría la cacería.
—Hijo, soy papá —dijo la voz, destinando la frase al Viejo.
Domingo cambió por completo su actitud. Del terror pasó a la furia. Gruñó como jamás en la vida lo había hecho. Mostrando colmillos y dejando caer baba, espesa y salvaje. Luego vinieron los ladridos atronadores, y por último, el perro se lanzó en defensa de sus dueños.
Renato intentó detenerlo, pero rápidamente el Viejo lo agarró del hombro con violencia, obligándolo a correr. Pese a que el chico solo pensaba en su hermoso compañero de cuatro patas, obedeció; ya fuera por su padre, o el instinto de supervivencia que reside en cada uno de nosotros.
A medida que se alejaban corriendo, con sus pulmones a punto de ser expulsados por la boca, le pareció oír el llanto del canino, aunque nunca llegó a estar convencido. Se dijo, poco tiempo después, que todo había sido producto de esa abstracción que tanto nos gusta denominar como “alma”, a modo de castigo ante la vil cobardía del abandono.
Renato fue el primero que entró, para que el Viejo terminara cerrando de un portazo. Agitados y temblorosos, se miraron entre sí.
No fueron necesarias las palabras.
Primero voltearon la mesa del comedor y la colocaron contra la puerta de entrada. Su padre tan solo le daba órdenes e indicaciones a través de jadeos y gritos apagados. Los dos sabían que la casa debía quedar sellada. Todos los muebles pesados se transformaron en barricadas, tapando cualquier abertura que se cruzara en el camino de ambos. Siguieron con las habitaciones. Adiós armarios y mesitas de luz. Volvieron a la sala, para nuevamente quedar petrificados en una conversación visual, cargada de ojos irritados y llorosos. Renato asintió. Habían terminado.
Un ladrido.
El chico giró y comenzó a dirigirse hacia una de las ventanas. Su padre lo detuvo, con más vehemencia que el manotazo dado minutos antes.
—No es Domingo.
—Pero, viejo…
Lo agarró de la remera, para luego impulsarlo hacia él y quedar frente a frente. Furia, y sobre todo temor por la seguridad de su niño. Amor paterno carente de sensibilidad.
—¡El bicho ese no es Domingo!
Unas pocas lágrimas bajaron por las mejillas de Renato. No se atrevió a responder.
Después, la voz anciana. Monocorde y seca.
—Tato… Hace mucho frío… Abrile al abuelo.
Los ladridos aumentaron en volumen. El abuelo continuó con su discurso, sin detenerse para respirar, asemejándose a una grabación interminable.
—Tato, abrí… Hace frío… Me estoy congelando… Abrí, dale… Ya está fresco… A Domingo le duele.
Cuando la situación estaba próxima a la locura, todo se detuvo.
De vuelta al sosiego. Una leve esperanza se dibujó en el rostro del padre, la cual se mimetizó en su hijo.
Después la luz se extinguió.
Las pocas velas encendidas, y colocadas sobre los rincones de la sala, permitían dilucidar de manera débil las distancias que convivían en la penumbra. Renato estaba sentado junto a una de ellas. Mantenía la mirada pérdida sobre la diminuta llama. Recta, no oscilaba. Ni una brisa de viento corría en el interior de la casa. El ambiente se estaba convirtiendo en una densa caldera de inquietud.
La fuerte luz amarilla captó su atención al instante; provenía de la pieza del Viejo. El resplandor de la misma fue lo primero que emergió desde el marco de la puerta. El padre del chico apareció por detrás. Sostenía una vieja lámpara de aceite. Que seguramente pertenecía al abuelo, pensó Renato. Volvió a escuchar la voz del impostor que acechaba afuera, pero, en verdad nadie había hablado, a excepción de su tortuosa imaginación.
El Viejo colocó aquel fragmento luminoso del pasado en el centro del lugar y se sentó en el piso. Una breve calma se instaló en las venas del chico.
Desde pequeño temía quedarse ciego. No ver nada, nunca más, oscureciendo su vida física y mentalmente. Y ahora todo indicaba que se había perdido la batalla. Ver, escuchar, tocar; por más que los sentidos estuvieran ahí, ya no eran necesarios. La noche gobernaría para siempre, y ella no iba a permitir que fueran libres. Todo debía dudarse, temerse, aniquilarse. Solo la luz podía aliviar el dolor que sentía su alma en ese nuevo, y negro, mundo.
Padre e hijo permanecieron en silencio.
De vez en cuando Renato levantaba la cabeza y miraba hacia el Viejo, quien ni se molestaba en hacer lo mismo con él. Observaba algo más allá de las sombras, como si estuviera evaluando en su cabeza el próximo plan a seguir.
Pasada una hora, el chico por fin tomó coraje y habló.
—¿Qué vamos a hacer?
El Viejo calló unos segundos más y luego proclamó la sentencia:
—Hablar con Dios.
[Próximamente publicaré la Parte 2]
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