Nos mataron la esperanza. Nos quieren dóciles, nos quieren callados, nos quieren descreídos. Nos llenaron la cabeza con que la militancia es una mala palabra, que comprometerse es de fanáticos, que la política es una mierda y que la salida es salvarse solo. Nos hicieron creer que alcanza con ver cuatro TikToks para entender el mundo, que con indignarse en Twitter ya hicimos nuestra parte, que no vale la pena salir a la calle porque nada cambia.
Y mirá dónde estamos: una generación dormida, desencantada, sin fe en nada. No es solo apatía, es la falta de una causa que nos haga vibrar, que nos saque del individualismo y nos haga sentir parte de algo más grande. Nos robaron la posibilidad de soñar con un futuro mejor porque nos vendieron que no hay futuro. Nos metieron en la cabeza que todo esfuerzo es en vano, que la historia ya está escrita y que nosotros no tenemos derecho a ser protagonistas. Nos educaron para la resignación, para el individualismo, para mirar desde lejos mientras nos cagan el futuro en la cara.
La militancia no es una mala palabra. Es lo único que tenemos para dar pelea. Es lo que nos hizo conquistar derechos, lo que nos sacó de las peores crisis, lo que nos enseñó que cuando nos organizamos, ganamos. No es de fanáticos ni de ingenuos: es de los que se niegan a aceptar que esto es lo mejor que podemos tener. Porque el problema no es solo que nos hayan desencantado, es que nos mataron la esperanza. Y sin esperanza, no hay lucha.
Nos quieren quietos, pero todavía nos pueden encontrar de pie. Nos quieren en silencio, pero todavía tenemos voz. Nos quieren vencidos, pero todavía hay quienes se atreven a creer que el futuro no se nos impone: lo construimos nosotras y nosotros. La historia no la escriben los que miran desde la vereda. Se escribe en la calle, en la militancia, en la pelea de todos los días. Y si no lo hacemos nosotros, nadie lo va a hacer por nosotros.
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