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Miércoles

Mar 19, 2025

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Miércoles
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Un miércoles nací, un miércoles morí.

Desde pequeña me afisiona mirar hacia arriba. Camino por valles o veredas, bordes epidérmicos, zanjas, mirando hacia arriba. Hay algo tan humano en el buscar tumbando la nuca hacia la espalda como si la gravedad no surtiera efecto. 

Claro, con los pies en la tierra para contrarrestar la mencionada consecuencia de tal accionar. Tantas veces confié de más en los pies que tuve que desarrollar un par de alas. Al principio me salieron unas escamas que dolían, y renegué de ellas porque no entendía, no sabia que era lo que mi cuerpo solo supuraba. Las escamas ardian picaban, quebraban la piel buscando sol. Cuando fue un bulbo o tumor, dependiendo quien las contemplaba, de su centro nació una especie de bellota dentada, y andaba con dos bocas además de la que me alimentaba. Esas bocas pedían aire, lo masticaban, lo tragaban. Aire limpio que llegaba directo a los pulmones y los limpiaban. Ahí comencé a fumar porque el autoboicot parió un miércoles. Justo en la mitad de semana y bajo el regente mercurial. Las bellotas dentadas por suerte no tenían lengua ni cuerdas vocales, sino hubiese sido insoportable entre tanto diálogo interno. A los dos años aproximadamente, se les cayeron los dientes y en vez de brotar nuevos comenzaron a salir de los huecos que dejaron unas tímidas plumas. Delgadas, vellos suaves que amortiguaron el sufrimiento que venía atravesando. 

Muchos años más tarde (muchos) pude comenzar a disfrutar de esas alas que me parieron. Ahí sentí el peso real de la gravedad. No creo en el tiempo, creo que todo cae por su propio peso y yo volaba alto.

Mori un miércoles cuando me enamoré. Ahí recordé que también había nacido. Su cantar arrabalero era lunar, centelleante. Pasé desapercibida al lado de semejante presencia, enorme, gigante. Su luz también me hizo ancha. 

Un miércoles me diagnosticaron que mi cuerpo tenía unas pelotas internas, pequeñísimas bolas que él mismo generaba, que se acumulaban cerca de los ovarios y lo cubrían como si fuera una malla, un racimo de uvas sin vino. Una semana después, otro miércoles, comencé el tratamiento que me haría vomitar esas bolas. Las vomite por todo el cuerpo; al principio salían por los huecos conocidos, boca, orejas, vagina, ano, boca de vuelta, nariz; luego se abrían paso entre los lagrimales, en las cicatrices antiguas, en los folículos por donde tenia pelos.
Andaba renga y resbalando con esas bolas duras, como de vidrio que brillaban al salir, y picaban y ardían y me hacían llorar. En un momento dado, sí comenzaron a hacerse vino esas uvas que se ablandaban, lo tomaba en la cena para descansar mejor. También un miércoles comencé a juntarlas bolas-jirones en cajas de cartón, para luego meterlas en blister y mentir que eran pastillas. Pastillas de vino. 

Anoche, madrugada de miércoles, soñé que mi abuela me venía a buscar, mi abuela materna. Me abrazaba y me susurraba al oído que pronto volvería por mí, que tuviera fuerza para lo que se avecina. Su abrazo era manantial tupido con el mullido calor del musgo. 

El miércoles que viene sentiré el calor de tu aliento en mi cuello, te comeré con esa ternura carnívora de las amantes, te acunaré luego de beber tu jugo y te aullaré por las lunas que no nos dimos. 

Un miércoles nací y un miércoles morí, atravesando la semana como una bala perdida, rasgando vuelos prematuros que no pude alojar, asesinando una vez más las manos que quisieron acariciarme y no llegaron, alejándome del amor que siempre quise.

Rocío Giménez Ferradás

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