Son nuevos tiempos.
La tinta y el papel, testigos antiguos del alma, se van quedando atrás.
Hoy, con el teclado de un teléfono y los dedos temblorosos, él escribe una carta que jamás tendrá destino.
Una carta que no cruzará pantallas, ni buzones, ni miradas.
Porque su amada —aquella con quien compartió un tramo del camino en este viaje llamado vida—
tuvo que partir…
y él no estaba listo para decirle adiós.
Ahora le quedan los recuerdos.
Los mentales, los físicos, los que duelen y a la vez sostienen.
Los guarda donde no entra la luz: en el rincón más profundo de su memoria.
Él, que se culpa.
Que se cree una mala persona por los errores cometidos,
que siente que falló en su historia de amor.
Y lo único que carga ahora es un “gracias” y un “adiós”
que nunca tuvo el valor —o la oportunidad— de pronunciar frente a sus ojos…
esos ojos que aún lo habitan.
Esta es una despedida sin fecha de regreso.
Quizá pasen meses, quizá años…
quizá nunca la vuelva a ver.
Pero se recuperará. Lo sé.
Porque en el fondo, su único deseo es verla feliz,
aunque no sea con él.
Tal vez —solo tal vez— en otra vida
pueda decirle cuánto lo siente.
Tal vez allí logre volver a ver esa sonrisa
que ahora le hace falta como el aire.
Por ahora… se despide.
Y esta es su forma de decirlo sin decirlo.
Porque este soy yo,
hablando en tercera persona,
porque aún…
no quiero decir adiós.
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