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La sinceridad es un arma de doble filo.

Normalmente soy insincera. Normalmente tolero la mentira piadosa y me otorgo el derecho a engañar y a camuflar mis pensamientos, pues siento que son mi identidad y siento la identidad algo extremadamente íntimo.

Sin embargo, derruidas las barreras y cruzado el umbral, soy brutalmente sincera sin quererlo. Cuando necesito mostrar quien soy porque la idea de que esos labios pronuncien un te quiero sin saber quién es “te”. Quién es “ti” en la elección, en ese quererte “a ti”, quién es yo. Me convierto a la sinceridad brutal.

Luego la verdad me pesa. Como un cargo de conciencia, como si no tuviera, como si no debiera, como si fuera un error ser sincera.

La sinceridad que muestra las grietas, la sinceridad de mis costuras, la sinceridad de las huellas en el camino recorrido, los lugares en los que he estado, de los que vengo y a los que a veces regreso. La sinceridad de la radiografía de mis huesos, mis órganos y mi alma. La sinceridad del soy, esto es lo que soy, esto es lo que tengo. ¿Esto es lo que quieres?

Que duele arrancarse de la piel para entregarla y que hace que cada confesión, cada verdad, se vuelva en una flecha, una lanza, una bala, un arma apuntando hacia mí. “A mí”. A yo. Un arma que he colocado yo en las manos que he elegido, una decisión que he tomado, un acto violento de confianza.

Cada verdad, cada confesión, cada flecha, cada punta de lanza, cada remordimiento, cada arrepentimiento, cada instante en el que pronuncio una sola vulnerabilidad, muestro un solo defecto, y acto seguido me llevo las manos a la cabeza y pienso: ¿por qué? ¿por qué lo pongo tan fácil? ¿por qué no puedo seguir fingiendo? ¿por qué no puedo seguir mintiendo?

La sinceridad es un arma de doble filo.

Mireia Ferrero Casellas

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