Observando un caleidoscopio hiperhipnótico, que cualquier ser humano, como Narciso, hubiese sucumbido ante su encanto, la abeja, con sus ojos enormes, que ocupan casi la totalidad de su cara, posada frente a la flor, con tres pétalos blancos, que tienen superpuestos otros tres pétalos blancos pero ocupando el espacio que no ocupan sus antecesores, con las puntas cerrándose hacia el centro, con detalles amarillos que salen como triángulos hacia arriba, y puntos rojizos que explotan del nacimiento de sus hojas, de ese pequeño círculo violeta desde donde se estiran el resto de sus hermanas. La abeja observa, con sus enormes ojos, que mirados de cerca en realidad son miles de pequeños ojos formando una isla entera, y que a ella se le presenten miles de flores, que es la misma, con su insólita belleza, la flor se repite casi infinitamente, gira, y la llama, o parece llamarla. La abeja no sabe, si más por el efecto erótico de la flor, o por su propio instinto de llevar el polen elemental, pero se acomoda hacia ese centro violáceo, que pareciera esperarla desde siempre, desde el principio, y con su aguijón la penetra, feliz, plena, extasiada, extrayendo ese oro tan preciado, esa materia prima arcaica y vital, la extrae y la disfruta, succiona gozosa, vibra, y haciendo una pausa, unos microsegundos, que para ella es casi eternidad, siente recorrer su cuerpo con esa sustancia ambrósica, alquimia primordial, placer y transformación, existencia ya justificada por el mero hecho de hacer funcionar el todo, de contribuir, como una simple pieza, un dominó eterno en el tiempo, no más caótico y enrevesado que el complejo proceso de extraer el néctar. En ese no tiempo, en esa existencia plena, otra vez su instinto lo llama desde dentro, sacándola de cavilaciones secretísimas, indescifrables, y decidida, vibra, tiembla, las partículas de polen que firmemente adheridas a sus patas están listas para ser transportadas se ponen a prueba, algunas pocas caen para siempre a la nada. Ahora sí piensa.
Elevándose victoriosa, sus antenas la ubican en el espacio, percibiendo el aire se perfila hacia el sur, donde su interior lo dirige. Ahora sus ojos compuestos repiten, caleidoscópicamente, la mañana soleada, el cielo, la tierra, y el limbo que puebla ese intermedio, árboles, sonidos, colores, eso que no es sabor y no es olfato, sino que está entre medio, y que tiene matices tan variadas que ni todos las cepas de vino del mundo, ni todas las familias de hongos, podrían superar en número. Sentidos tan alocados que los nuestros se presentan como meras imitaciones encajadas, es decir en cajas, productos de una simplificación antiquísima para poder abstraer el conocimiento de manera sistemática y utilizable.
Siente en la totalidad de su cuerpo una ráfaga de viento que la desplaza unos milímetros, y una sombra, como un parpadeo, la pone en alerta. Mientras es aplastada por un diario enrollado, observa las partículas de polen disgregándose en el aire.
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