ya no parece tener sentido ignorar el llamado del mar
cuando lo único que se siente es necesidad
de adentrarse
zambullirse
dejarse hundir
dejarse llevar
hasta donde el borboteo del oleaje
empuje con fuerza
haga arder la piel y despeje
los cortes de las piedras y las caracolas.
ante el aire oxidado
la profundidad invita
a que el cuerpo salado
se exponga al fin a la apnea;
a los juegos violáceos, azulados, grisáceos
que implican naufragar
en todo lo que duele.
allí, donde los pájaros chillan
salen de sus cuevas
y anuncian el cambio
ante la inundación;
donde las huellas pisan y se borran
y el viento lleva a introducirse
en el movimiento inherente
de una fluidez que da pavor,
que desgarra y sulfura
las heridas
pero también las cierra
y las sana.
es entonces cuando solo queda
la total entrega;
al caudal de sentimientos
a los errores y memorias
que quedan grabados
en las cicatrices acuáticas.
cuando el sol termina por iluminar
el fondo del océano y la superficie
termina de evidenciarse como
mirando a un costado no se encuentra el dolor.
transitar las costas crespusculares
y aferrarse a los acantilados de la nostalgia
solo significa evitar ahondar
en los miedos de altamar.
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