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Microrrelato: La protagonista.

Aug 19, 2025

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Microrrelato: La protagonista.
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Los zapatos son más que la necesidad de proteger los pies. Nuestros pasos se dibujan según el trazo del calzado, y por eso elegí estos finos zapatos blancos. Algo en su costura delicada me obliga a pisar los adoquines del mercado con elegancia, frivolidad que subestima mi entorno. Ajena en la miseria a la que mi marido me arrastra, abro el telón.

Tengo un cesto de mimbre en la mano. Lo aprieto entre los guantes suaves y un pañuelo que evita que la tela se manche. Con este vestido fresco mi postura se mantiene recta: soy la actriz que siempre quise ser. Tomo aire, cierro los ojos y exhalo pequeños círculos de silencio a mi alrededor. Soy yo a oscuras, mi propia vestuarista, con telas de imitación entrando a escena.

El mercado es un viejo almacén; las ventanas estropeadas dejan caer la luz sobre los pasillos. El reflector me sigue: un paso tras otro esquivando los adoquines decorados de tierra.

Es la primera obra en la que soy protagonista de una comedia, y no el reparto secundario en la tragedia de mi matrimonio. La ausencia de estas personas en la narrativa se esconde tras murmullos de precios; dejan caer el chisme en sus canastos, lo guardan para el almuerzo.

El primer acto me lleva a la pescadería: mi marido quiere trucha con papas. Camino hacia el puesto y acerco gentilmente la nariz a la bruma helada. El aroma es fuerte y fresco; de las escamas parecen salir gritos vulgares que recorren el almacén de lado a lado. Levanto las pestañas bajo el sombrero, llamo la atención del vendedor, y cuando este me mira lo cosquilleo con mis párpados.

Lo fuera de lugar resulta seductor para el público. Yo en estos pasillos sucios, estoy fuera de lugar. Quiero ver los rostros de sorpresa, pero las luces los resguardan. Solo yo estoy expuesta.

—Salmón blanco, por favor.

Mi voz es un disparo de serenidad, una melodía de canción de cuna. El silencio que sigue convierte los bloques de hielo en esculturas talladas con paciencia. Conmigo allí, el vendedor siente que guardar el pescado en una bolsa es algo refinado, digno de orgullo.

Me despido, aunque me distrae la reacción del público: saben que mis manos friegan las camisas de mi marido, y que comprar pescado es encargo de criada. Esa criada que ya no está en mi casa. Mis guantes tienen el mismo anhelo que me falta: me mantienen suave, anulando la corrosión del jabón. Qué importante es el vestuario para una actriz.

No tengo demasiadas prendas que presumir. De mi abuela heredé diminutas alhajas de imitación; de una prima, sombreros mal cosidos; de mi madre, rechacé el conformismo. En mí, sin embargo, percibo algo parecido: el optimismo. No lo heredé; es un saco de piel propio. Algún día espero usarlo en mi entierro, para que mis hijas se sientan desnudas y busquen un marido que no deje espacio a la imaginación.

Pero el vestuario es crucial para la protagonista. Sin bailes de salón ni cenas elegantes, mis costuras encontraron aquí su ocasión. Aunque todo sea imitación, solo las moscas podrían reconocer una falsa etiqueta. Moscas que nacen en la mugre y habitan tanto la putrefacción como la belleza.

Ya con el pescado en el cesto, el griterío del público me indica que debo seguir el guion. Lo escribí esa mañana, enmarcada en la ventana, anhelando ser farsa.

Unas nubes se cierran sobre el mercado, bajan el telón. Aprovecho los aplausos para inclinar los párpados con la misma cadencia. Qué simple, pienso sorprendida. Cuando las nubes se disipan, el reflector regresa: comienza el segundo acto.

El público ya no está sentado: se mueve por el escenario. A unos pocos puestos de distancia, entre las verduras, está el elenco de mi tragedia. Con los codos rozándose, estudian la fruta. La educación también es elegancia: sería descortés no saludarlas. Ellas son las vecinas, las afortunadas de cada compañero de trabajo de mi marido. Para los distraídos aclaro: van siempre en grupo. Estudian tubérculos y zanahorias. Yo me acerco con la soltura de una dama que solo lleva un collar dorado y evita ensuciarse las manos.

El pescado que guardé llama su atención; para mí son pingüinos hambrientos. El público, de regreso en sus asientos, bosteza al ver cuánto se demoran palpando papas y midiendo cada centavo.

A una prudente distancia las saludo con dulzura. Ellas giran la cabeza y me recorren como raíces de papa: de arriba abajo, de mis falsos aros a mi vestido barato. En sus ojos hay gratitud: tendrán tema para la tarde.

—Qué sorpresa verte —dice una de ellas—. Bueno, sabemos que repartieron las jerarquías en el gobierno y…

Para qué quiero un anillo en mis dedos o un collar en mi escote. Ningún brillo deja mudos a los espectadores como la oscuridad en estas mujeres. Solo tengo este pescado. Levanto la bolsa con gracia.
—La mercadería fresca hace la diferencia —respondo. Improviso; salgo intacta.

Las verduras descansan. Ellas ahora me estudian como antes estudiaban papas: soy yo la que germina en un campo de batatas.

Preguntan por precios, quieren que les hable de miseria.
—Mi marido y yo solo comemos pescado de río. Salmón blanco. —Resuelvo.

Me enderezo: la nariz en ángulo con el rulo que cae sobre mi rostro y el broche que ata el vestido. Mi marido no consiguió el ascenso esperado, pero quizá en el próximo aniversario me regale unos aros que hagan juego. Tal vez los use mañana, cuando deba pisar otra vez esta escena y llenar mis manos de tierra con acelgas.

Las vecinas se cuestionan mi forma de caminar, las olas mínimas de mi vestido. Más aún cuando el telón caiga y compartamos la desdicha colectiva que nunca incluye a los maridos, cuya única preocupación son los aniversarios.

La luz ahora me persigue. Soy un monólogo resignado a telas baratas, a no ahorrar más que para una caña o un rifle que mi marido prefiere escuchar antes que mis lágrimas. Nuestro anhelo se condensó en silencio, nos tapamos con él por las noches. Hasta que una mañana desperté abrazada a mi cobija de lana fría. Sus suaves caricias me dieron la idea: hacerlo vestido. Ahora abraza mi cintura y convierte este mercado en una gala.

Nací con distinción. No la abandonaré. Sobre mi cuerpo, los accesorios toman otro valor. Si alguna de estas mujeres se animara a usar un caro collar de perlas, alrededor de su cuello no sería más que un hilo de piedras con precio.

Lo tengo todo. Antes de abandonar el telón, distingo a mi marido entre el público, tomando cerveza en pleno horario laboral. Quisiera estropear su función, pero la protagonista soy yo.

Los aplausos se apagan, como el blanco de mis zapatos que, a cada paso, se mancha.

Exequiel Grant

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