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    Mi última amistad

    Abr 1, 2024

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    Mi última amistad
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    Nehuen sentóse sobre una de las mesitas que se acomodan en el mirador de las águilas y observó el sol naciente sobre el horizonte del mar argentino. El viento era intrépido pero danzaba al ritmo de un adagio lento con varios eclipses sonoros que alentaban a oír el silencio de la meseta patagónica. Miró el cielo con cierta angustia y se le llenaron de lágrimas los ojos, él sabía que, tal vez, ese encuentro con Aliwé sería el último en muchas lunas. 

    El joven muchacho partía hacia Buenos Aires en búsqueda de trabajo y el desarrollo de su carrera musical. Aliwé era su única amiga, su última amiga. Porque el tiempo sólo sabía eclipsar las relaciones sociales y su vida supo oscurecer las voluntades para que no existan luces vinculares. Mas la nieta de doña Marta -la señora de los telares como le decían en su barrio- vislumbró su camino y encendió una pequeña luz tras el colapso en la existencia del muchacho, de poco menos de veinte años. 

    El minutero se hizo agua frente a los ojos de Nehuen que pensó en sus sentimientos sin poder encontrar calificaciones posibles… por lo que sintióse aún más confundido. No obstante, reconoció algo verdaderamente posible: la hechura de aquella ciudad del sur, la inmensidad del mundo, la corriente que transporta al infinito en un irreverente proceso que se apelmaza como miasma entre las capas de nuestra vida. 

    Se sintió triste a pesar de la expectante sensación de ir en búsqueda de sus sueños, porque mientras meditaba su vida atravesáronse sobre sus ojos todas y cada una de las memorias en las que Aliwé había salvado su vida: simbólica o literalmente. 

    Bajó la mirada y suspiró un poco mientras el mundo continuaba su rumbo y los peces nadaban hacia el destino moribundo y los árboles buscaban el cielo y el movimiento de la eternidad producía la marea, el viento y el cielo azul. 

    Nehuen perdió a sus padres cuando tenía once años, desde entonces vivió con su abuela Irma Soledad hasta que ésta falleciera por razones naturales, unos días antes del encuentro del joven con este amanecer.

    El recuerdo postrero de sus padres era el de sus últimas vacaciones en Mendoza capital, un mes antes de que notificaran el accidente que se llevó la vida de Miguel y María. A partir de allí, la vida de Nehuen sería un poco más gris que en otras vidas, que en otros universos, en otros paralelos. Porque cada vez que escuchase una melodía que detuviera un momento el correr del reloj, su rota alma volvería a quedar aliquebrada, cristal tras cristal.

    El camino resquebrajado de la vida lo llevó a evadir el dolor desde consumos que le causaron problemas y acercaron a personas que estaban detenidas en el tiempo: esas que no van ni para atrás ni para adelante pero que drenan el alma, el cuerpo y la inocencia como una aspiradora. Mas el destino le presentó el andar musical en ese frágil momento. Fue amor a primera escucha. 

    A sus quince años, y en medio de un consumo excesivo de psicodélicos conoció a Miranda, su primer amor. Ella tocaba el cello y la escuchó tocar casi de casualidad en una de las esquinas apartadas del centro de la ciudad. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué tocaba en una esquina lejos del centro? Se preguntó, en su momento, el muchacho y se acercó a despejar sus dudas sobre aquella chica; con todo el miedo del mundo preguntó: -Hola, ¿cómo estás? ¿No sos de acá, verdad? ¿Por qué no vas a tocar al centro? Allá hay más gente y tocás realmente bien- A lo que Miranda le respondió: -Vengo de Buenos Aires. Estoy de vacaciones, pero me gusta llevar mi instrumento y tocar en los lugares a los que voy. Además, hoy no hace tanto frío y está lindo el solcito en esta esquina. No me gusta rodearme de mucha gente cuando estoy descansando pues ya lo hago a diario en casa-. Nehuen, tímido, no supo qué responder y simplemente se marchó con una sonrisa a medias tintas. 

    Miranda tenía alrededor de unos veintitrés años y la intervención del joven muchacho le pareció inocente y linda. Empero, luego de unos minutos tomó sus cosas y regresó a su hospicio. Más tarde, Nehuen volvió al lugar con un ramo de flores en su mano pero la cellista ya no se encontraba en esa esquina y el muchacho se sintió frustrado; esa noche lloró en su ducha su amor deslucido (o, al menos, el amor que él se había imaginado). Días más adelante conocería a Aliwé, tras ser transferido por mala conducta, en el tercer colegio al que asistiría.

    Ali, como gustaba llamarla él, era una muchacha recta y dedicada. Se levantaba todas las mañanas a practicar deportes, específicamente atletismo. Le iba muy bien en todas sus materias puesto que no tenía problemas para estudiar. Era amante de los libros: la ciencia ficción y la fantasía, sus preferidos. El cruce de ambos universos rompió la sagrada linea temporal, así como lo hizo con tantas otras historias similares. Historias de personas que se acompañan en su tristeza, con mundos diferentes pero similares. Porque si existe alguna verdad absoluta es que, con el correr de los días, los seres humanos anhelan sentirse amados, sentirse acompañados. Esa sensación que le escapa a la otra verdad inapelable: todos morimos en soledad.

    El reloj de arena corría lentamente en el mirador de las águilas pero Nehuen seguía esperando a Aliwé y no fue hasta alrededor de las ocho de la mañana en que apareció tras de sí y ambos jóvenes saludáronse en un afable y confortable abrazo. -¿Qué onda?-, susurró Aliwé, que se sentó a su lado. Luego, ocurrió un silencio que pareció eterno mientras el sol iba tomando cada vez más fuerza.

    El sosiego de ese domingo por la mañana pareció eterno para Nehuen, que sintió el peso de su existencia más que nunca en su vida y, entre sollozos, dijo: -Estoy cansado, Ali. Este regalo de vivir es una experiencia inevitablemente increíble pero, ¿cuántos viajes hay en uno mismo y en las cosas que vivimos? Estoy muy cansado de perderme en mis propios pensamientos y en la angustia que se traduce en nudos en la garganta, en falta de apetito, en confusión continua. Eso, eso. La confusión continua de no saber cuál es la decisión que debo tomar, de sentirme solo todo el tiempo y de llorarle al mar, cada noche, la muerte de mis viejos. Estoy muy cansado de entender y de no hacerlo; de la falta de certidumbre y de los espejismos de esta vida hiperconectada. Esta noche me voy a Buenos Aires y no se si pueda hacerlo sin vos ahí. Sin vos diciéndome que todo va a estar bien, más allá de que todo sea hostil y destructivo en esa ciudad enorme que se come los sueños de todos nosotros. No sé si pueda Ali, vos sos mi única amiga, mi última amiga-. Aliwé tomó su mano y le respondió: -Confío en vos amigo. Nunca te rendiste. Te prometo que cada vez que mires el firmamento y veas la cruz del sur, ahí vamos a estar, entre las estrellas, juntos-. 

    El valle se quebró en la calma y la brisa acompañó sus palabras. Hubo una fosforescencia en el aire y en el corazón de ambos se guardó una promesa inquebrantable: el amor que supera lo hostil nunca es olvidado.

    Elías Brizuela

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