Entro a las redes y me aparecen videos de la Franja de Gaza: niños palestinos llorando porque no tienen para comer, desesperados por un pedazo de pan o un poco de agua. Salgo a la calle y veo gente durmiendo bajo la lluvia, pasando frío, luchando por sobrevivir en medio de la indiferencia.
Y ahí pienso… cualquier tristeza que yo pueda tener, cualquier problema que a veces me duele, en comparación con eso, se vuelve una pavada. Yo lo doy por hecho, nunca lo pienso demasiado, pero en el fondo sé que soy una privilegiada.
Desde que tengo 12 años sueño con cambiar el mundo. Creía que con voluntad y amor era posible transformar todo lo injusto que me rodeaba. Pero a medida que fui creciendo, también fui entendiendo que la realidad es más dura de lo que imaginaba. Que no alcanza con soñar. Que por más que una lo desee con toda el alma, no se puede cambiar todo. Y esa impotencia es lo que más me ahoga: la certeza de que lo que está a mi alcance son apenas pequeños gestos —dar un plato de comida, un abrigo a alguien que lo necesita, asistir a una marcha, levantar la voz en donde pueda—, pero nunca tanto como quisiera.
Y aunque trato de aferrarme a la idea de que esos gestos, por pequeños que parezcan, pueden significar todo para alguien, también me invade la frustración. Porque a veces siento que es como querer detener un huracán con las manos.
Pero después vuelvo a mirar el dolor del mundo y entiendo: incluso este sentimiento mío de impotencia es nada al lado de lo que otros están viviendo. Nada al lado de quienes pasan hambre, de quienes pierden a su familia bajo las bombas, de quienes duermen en la intemperie sin saber si van a despertar mañana.
Yo puedo llorar por no poder cambiar todo, pero ellos lloran porque no tienen nada. Y ahí la balanza siempre me recuerda que, aunque sueñe con transformar el mundo, lo primero que debo hacer es no olvidarme nunca de mi privilegio.
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