Fue en la Avenida Morelos, antes de llegar al cruce con la calle Cuauhtémoc, que un retortijón de panza me sacó de mi estado de concentración y el ritmo que pacientemente cultivé durante los poco más de dos kilómetros y medio que llevaba corriendo, se fueron a la basura.
El espasmo pronto se convirtió en una urgencia por un baño. Inesperadamente comencé a sudar frío y mire cómo mi brazo tomaba parecido a la piel de una gallina. ¿La cena de anoche fue muy pesada? Antes ya había experimentado una sensación similar al correr, pero no con esa intensidad.
Cruzando la calle 20 de noviembre esperaba encontrarme casualmente a Doña Elena entre los espectadores de la carrera para pedirle que me dejara entrar a su baño, pero no apareció y ninguna cara me resultaba familiar. No le pediría a un extraño usar su baño. Debía continuar corriendo
Unos metros más adelante, en un callejón angosto, un par de personas nos alentaban a continuar con la carrera con grititos de “¡Vamos!”, acompañados de aplausos cortos pero fuertes, nada sincronizados. A pesar de sus porras no pude continuar corriendo y decidí comenzar a caminar. Sentí escalofríos recorriendome los brazos y la espalda; sentí las piernas debiluchas. Quería gritar por un baño.
Con la poca fuerza que tenía decidí caminar unos cinco metros y enseguida me incorporé corriendo nuevamente. No tomé ni una bolsita de agua durante toda la carrera pensando que eso podría empeorar mi situación. Mi paso al correr era lento pero no tenía otra opción.
Inevitablemente volteé atrás para al menos saber que no era la última corredora pero no vi a alguien más ¿Sí era la última? Vaya metida de pata, pensé.
Llegando al famoso cruce de calles apodado Cuatro Caminos, que por su popularidad fue un punto con varios espectadores, decidí que, con todo y mi malestar, la gente me vería corriendo. Unos metros adelante tuve que parar otra vez.
Desafortunadamente la cosa no mejoró. Un rudo dolor cercano a la costilla, —que seguro usted ha sentido cuando ha corrido y que pasa a menudo cuando tomas agua y haces ejercicio—, entró a escena como si necesitara que mi situación empeorara. En la esquina de la calle Guerrero con Cuauhtémoc tuve el pensamiento oscuro que seguramente todo atleta evita y teme: ¿Lograré terminar la carrera?
Faltaban aproximadamente un kilómetro y medio para concluir, sentí que ya no valía la pena seguir y que estaba bien si me retiraba, no había porqué no hacerlo, al menos lo intenté. Una opción podría ser subir a la ambulancia para hacer más dramático y justificable mi abandono.
Rápidamente después del pensamiento de ceder ante el dolor, entró a escena mi ego. Una ola de pensamientos aparecieron mientras continuaba corriendo a paso lento: “¿pero qué van a pensar de mí? Seguro me verá alguien que conozco y se reirá de mi decisión. ¡No! Debo seguir, además ya falta poco”.
Decidí continuar corriendo y apreté con mi mano derecha el costado de mi costilla pretendiendo que eso aliviara mi dolor. Era tan fuerte que perdió protagonismo mi emergencia por el sanitario. El calor mañanero, el sol dando en la parte izquierda de mi cara y los charcos de agua sobrante de la lluvia en los hoyos de calle tenían un papel secundario frente a lo que estaba sintiendo: el dolor corría conmigo y me gritaba fuerte como un coach enloquecido.
Pronto llegué a la esquina donde mi mamá y mi tía me esperaban para verme pasar. No recuerdo exactamente las palabras con las que me animaron pero puse mi mejor cara frente a ellas. Mi decisión de continuar al menos hasta ese punto había valido la pena.
A pocos metros de llegar a la esquina que doblaba hacia la meta, con el desgaste que arrastré en los metros atrás, vi otra cara familiar. Alan, el culpable de que un día antes decidiera inscribirme a mi primera carrera y que provocara que estuviera el domingo corriendo cinco kilómetros a las ocho de mañana, caminaba a un costado de la calle buscándome. Sentí un alivió al verle la cara, con su medalla colgando en el cuello que indicaba que él ya había cruzado la meta quién sabe desde hace cuántos minutos.
Se dirigió rápidamente hacia mí para animarme y ayudarme a continuar. Me tomó de la mano e ignoró mi queja de dolor. Con su familiar y reconfortante “vamos, tú puedes” corrió a mi lado el último tramo sosteniendo mi mano, mi dolor y el orgullo que aún me quedaba.
“Ahí está la meta, vamos, es tuya, disfrútala”, me dijo. Soltó mi mano y me dió el protagonismo para cruzar la meta y saberme ganadora de algo. Confundida sobre lo que exactamente estaba pasando, escuché los aplausos de quienes esperaban en la meta con la encomienda característica de animar a los corredores en sus últimos metros. Escuché mi número anunciado por el presentador de la carrera “¡El número 150!”. Cruce la meta y paré en seco.
He de confesar que en ese momento llegar a la meta no me causó el más grande regocijo. Recibí con cierta indiferencia mi medalla conmemorativa. De hecho después de todo hasta había olvidado que recibiría una medalla. Minutos después me cayó el veinte de que había logrado concluir mi primera carrera. Mi botella de agua, el vaso de electrolito y el abrazo de Alan se sintieron como la verdadera recompensa.
Finalmente el dolor cesó y tenía bajo control mi emergencia estomacal. De cierto modo me consoló saber que no fui la última corredora en llegar.
La carrera no fue lo que esperaba. Como toda novata pensé que tenía bajo control factores como la distancia, el ritmo y la velocidad. Ingenuamente pensé que había estado sembrando una buena relación con mis pensamientos intrusivos a la hora de correr, pero las posibilidades de que entre un nuevo personaje a la escena son muchas en una obra donde no hay libreto y el encanto es la improvisación. La experiencia será una guía pero no la garantía de que tomaré las mejores decisiones en mis próximas carreras o entrenamientos. Correr es como ir viviendo día a día.
Afortunadamente he entendido que, a pesar de que es una actividad que se práctica la mayor parte del tiempo de forma individual, no se sostiene a sí misma en dicho sentido. El espectador, la persona que te acompañó, la gente que te quiere apoyandote del otro lado, tu entrenador o el equipo con el que practicas, sostienen tu motivación en distintos momentos del camino, o en casos como el mío, corren a tu lado para ayudarte a cruzar tu meta.
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