Hoy en día sigo teniendo problemas, pero soy yo misma quien hace que dejen de tener tanto peso. Hace unos años, mi vida entera era blanco y negro; incluso mis recuerdos estaban teñidos de esa paleta apagada. El simple hecho de descubrir que el mundo puede ser tan cruel con personas que no tienen un pelo de maldad me corrompió por dentro. Pasé mucho tiempo mirando la realidad desde esa visión desesperanzada, y mi cuerpo pagó el precio. Mis pensamientos empezaron a mostrar síntomas de ese desgaste.
Después (tal vez un año)algo se quebró para bien. Salía de una sesión y, de repente, el mundo comenzó a tener color. El parque frente al consultorio brillaba con una intensidad que nunca antes había visto. Podía ver la belleza de lo simple, y fue en ese instante cuando mis recuerdos también recuperaron sus tonos. Era hermoso. Pasaba horas observando los detalles de las palmas de mis manos, imaginando cómo sería pintar esos colores de la forma más realista posible y aun así no alcanzar lo que mis ojos percibían.
Me detenía en cada superficie, en cada textura, en cada minucia. Hasta que me cansé. La estimulación era demasiada; mis ojos comenzaron a doler. Me dolían de tanto ver, de ver tanta belleza todo el tiempo. Lo que había empezado como algo luminoso terminó convirtiéndose en algo doloroso, casi una tortura para mis sentidos.
Con el paso del tiempo pude empezar a mediar la belleza que entraba por mis ojos. Hoy me cuestiono ese proceso y llego siempre a la misma conclusión: tiendo a irme a los extremos que lastiman. Ver tanta belleza era agotador, una tortura casi hermosa, como si mi mirada estuviera hecha para recibirlo todo pero no para sostenerlo.
Con los años fui recomponiéndome de a poco, capa por capa, hasta llegar a lo que soy hoy. El mundo sigue siendo hermoso a mis ojos, pero solo lo suficiente como para no herirme. Aprendí a regularlo, a filtrarlo, a dejar entrar la luz sin que me queme.
Pero quedaron secuelas. Mientras aprendía a mirar, también aprendí a entenderme. Y ahí apareció otro problema: siempre vuelvo a caer en un extremo. Analizo tanto, siento tanto, entiendo tanto, que a veces lo que debería aliviarme termina pesando más. Mi mente se mueve entre luces y sombras, entre la intensidad y el silencio, y aunque intento quedarme en el medio, casi siempre termino inclinándome hacia un lado.
Puede que parte de esto tenga que ver con la carrera que elegí, esa que te obliga a analizar tu vida, tu pasado e incluso un poco tu futuro. Sería injusto negar cuánto me ayudó: me dio palabras, orden, claridad. Me permitió mirarme de frente sin tantas máscaras.
Pero ese mismo entendimiento, llevado al extremo, empezó a jugarme en contra. Mi sobreentendimiento (esa necesidad de comprenderlo todo) terminó quitándole peso a mis propios problemas. Como si al explicarlos demasiado se volvieran irreales, como si el acto de analizarlos los despojara de su gravedad emocional. A veces siento que al entender tanto, dejo de sentir lo que debería. Y entonces mis problemas quedan suspendidos en un lugar extraño: demasiado claros para doler, demasiado entendidos para liberarme.
A fin de cuentas, terminé convirtiéndome en mi peor enemiga. Solo yo pude entenderme, solo yo pude traducir lo que llevaba dentro y solo yo pude lastimarme. Mi mundo interior guarda un saber que pesa, un conocimiento que no siempre se puede compartir. Hay cosas que deben quedarse ahí, en ese territorio íntimo, porque el mundo exterior (el que todos habitan) no podría comprenderlas sin deformarlas, sin reducirlas o juzgarlas. Hay verdades que existen únicamente en la profundidad silenciosa de uno mismo, y está bien que así sea.
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