Mi lugar seguro
May 1, 2025
Un mes atrás, la psicóloga me hizo hacer un ejercicio:
“Cerrá los ojos, y pensá en un lugar seguro.
Cualquiera, el primero que se te cruce.
Intentá trasladarte ahí. ¿Qué ves?”.
Cerré los ojos y pensé.
Podría haber elegido el último destino de mis vacaciones: la playa.
Pero mi mente eligió otro lugar. Y ahí estaba.
Me vi de chica, regresando ahí.
A esa casa que tantas veces habité.
Corrí por el pasillo que me llevaba hasta la puerta de chapa, color verde agua.
Abrí la puerta y la vi.
Esa casa, “la de adelante”,
la que siempre fue mi hogar.
Miré hacia arriba, recordé ese toldo antiguo del patio de la entrada.
Ese que mi abuela abría y cerraba con una manija, con sus manos chiquitas.
Debajo, una mesa pesada de madera y, al costado, una pequeña bacha, con azulejos blancos y negros.
Todavía podía ver ahí su tabla de madera para lavar.
Esa casa que era como una extensión de la mía,
que estaba tan solo unos metros atrás.
Una escalera angosta, en el costado a la entrada, llevaba a un cuarto lleno de cosas:
las herramientas del abuelo y sus latas de pintura.
Cajas, cajitas, lamparitas, cartones y baldes.
Al abrir una puerta, se accedía a la terraza.
Allí aparecía ese piso naranja por el que corría cada vez que los acompañaba a buscar algo que necesitaban.
Esa casa de las reliquias y los mil recuerdos.
De vuelta abajo, frente al patio de entrada,
una ventana de madera llevaba a una habitación.
Los protagonistas eran una cama de una plaza y su máquina de coser.
Una cómoda de costado, oficiaba de altar.
Y un placard enorme enfrente, guardaba más cosas.
Bolsas, bolsitas, envoltorios y hasta regalos sin abrir.
Había juegos de vajilla que con los años heredamos.
Las cosas de costura de la abuela.
Al lado, un baño diminuto.
El único espacio de la casa que no extrañaba.
Un olor peculiar que hacía rato no recordaba.
Una pileta, un inodoro y un bidet. Todos amarillos. Los azulejos, celestes.
No entendía cómo mi abuelo, gigante,
había cabido en él.
Esa casa en la que entraba
“como pancha por su casa”
cada una de sus nietas.
Si era por la tarde, los encontrabas en el living,
con la tele que se escuchaba a todo volumen
y a oscuras.
El televisor pesado se perdía
entre el modular de madera enorme,
lleno de souvenirs y retratos.
Esa casa de olores de mi infancia.
Esos olores que salen del lugar mágico de la casa: su cocina.
Un espacio diminuto, con una mesa chiquita.
Nunca faltaba el mate: frío y lavado.
Esa casa de las confesiones.
Donde los abuelos chusmeaban sin parar.
Del clima o de los vecinos.
De algún acontecimiento del barrio.
O de alguna noticia de Crónica.
Esa casa donde se cocinaba.
La torta de vino
o la torta de ricota.
La mesada donde cortaban el pan,
tomaban “el coquito” y le ponían manteca y azúcar.
O donde preparaba las empanadas
con pasas de uva.
Podía oler su comida con un aroma inconfundible desde mi habitación,
en la casa del fondo, cuando apenas me levantaba.
Porque era el lugar donde se hacían los mejores guisos, pero se servían temprano.
Regresé a la puerta verde, pero ahora,
desde al lado de adentro.
Ahí era donde se acercaban a despedirte,
aunque solo te fueras a pocos pasos.
Miro hacia atrás antes de salir.
Esa casa: mi lugar seguro.
Vuelvo a abrir los ojos.
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