He estado durmiendo en un lecho vacío,
entre cuatro paredes que no me
protegen del frío.
Cada paso se siente como un retroceso,
mientras me hundo entre mantas pesadas
que me envuelven.
Me encierro en una casa sin cuadros,
sin recuerdos.
En una casa que no es hogar.
Uso la misma ropa de siempre,
intentando encontrar hilos deshilachados,
buscando un pequeño cambio.
Vivo el día a día con una rutina que cansa,
que aburre, que es lúgubre.
Cada toque es un peso y cada mirada
un corte nuevo.
Nadie puede verme,
incluso aunque duerma en un lecho
con paredes transparentes.
Aunque me abrigue con frazadas que
no calientan.
Incluso cuando retrocedo en mis
propios pasos.
Aunque mis paredes sean de un gris frío,
envolviendo todo en tristezas profundas
y silenciosas, nadie puede verme.
Nadie entiende.
No ven más de lo que les permito ver,
aunque todo esté al alcance de una sola
pregunta que me destruya.
Mantengo mi rutina para mantener
mi mente activa,
buscando una forma de mantener el
ritmo y no ceder al hueco en el suelo.
Últimamente duermo en un lecho cálido
que a veces se siente vacío.
Ya no conservo las mantas extrañas,
ahora son sábanas finas.
Camino en círculos y pienso de
manera excesiva.
Busco formas de distraerme nuevamente,
dando vueltas en la cama como si
pudiera consolarme.
Busco refugio en las almohadas,
como si otorgaran una calidez humana.
Busco una voz que dejo de ser voz y
ahora es un eco entre paredes blancas.
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