mobile isologo
buscar...

¨Mi gato negro¨ – Columna 10

Dec 23, 2025

61
¨Mi gato negro¨ – Columna 10
Empieza a escribir gratis en quaderno

Nunca fui un hombre de perros. Siempre me atrajeron más los gatos, y si eran negros automáticamente se ganaban mi corazón. Quizás porque me veo reflejado en ellos más que en cualquier otro animal. Los perros son ruidosos, efusivos, celebran la vida con una alegría que a veces me resultaba ajena. Los gatos negros, en cambio, son sigilosos, reservados, incomprendidos. Como yo.

Crecí la mayor parte de mi vida con mi familia paterna, la japonesa. Ahí todo era sobrio, silencioso, medido. El amor estaba, pero no se demostraba ni con abrazos ni con palabras. Era un amor que se intuía, no que se gritaba. En cambio, en la familia de mi madre todo era bullicio, celebración y abundancia: cervezas en cajas, cumbia a todo volumen, risas interminables, como toda buena familia latina. Yo, que venía del silencio japonés, me sentía un extraño en medio de esas fiestas. Como un gato negro en medio de una manada de perros. Ellos ladraban, corrían, se empujaban con afecto; yo observaba desde un rincón, sin saber muy bien cómo entrar en ese juego. Y sin embargo, con los años entendí algo: aunque me reconocía como un gato negro, llevaba en el fondo un alma de perro. Lo traía en el ADN. Igual que Micho, mi primer y único gato.


Año 2010

Mi padre había sido dueño de una de las cevicherías más antiguas de Lima: ¨Las Américas¨, en Balconcillo. De niño me encantaba quedarme al cierre con mi hermano menor. No había mejor espectáculo que ver a la vieja gata que vivía en el local amamantando a sus crías. Todas eran rubias, atigradas, blancas. Todas, menos una: Micho. Negro, entero, como una mancha de tinta en una camisa blanca.

Los clientes se llevaban a los demás gatitos, menos a él. Patty, la mesera, me decía de manera triste:

—No quieren al negrito, dicen que trae mala suerte.

A mí, secretamente, me alegraba. Sentía que me lo estaban reservando.

Semanas después, la gata madre enfermó. Un tumor maligno, diagnosticaron los veterinarios. Recuerdo la escena con nitidez: el doctor hablando en voz baja con mi padre, yo escuchando escondido.

—Lo mejor será dormirla, señor. La gata está sufriendo.

Yo aún no comprendía del todo la muerte, pero sentí que Micho iba a quedar huérfano. Cuando el veterinario se acercó a la gata, Micho, con apenas tres semanas de vida, se irguió, puso su diminuta pata sobre el lomo de su madre y maulló, intentando defenderla. Ese gesto me quebró. Me recordó a mí mismo, cuando con apenas cuatro años acompañaba a mi madre al aeropuerto y le tocaba el hombro pidiéndole que no se fuera. Ella partió a Estados Unidos para trabajar y darnos un futuro mejor. Nunca dejó de ser una buena madre, pero en su sacrificio también dejó un vacío enorme en mi infancia. Yo entendía, pero igual dolía.

Agarré a Micho y lo aparté, mientras el doctor cumplía con su tarea. Ese día comprendí que la orfandad también puede sentirse en vida: basta con una ausencia.


Año 2011

La cevichería entró en crisis y mi padre tuvo que cerrarla. Nadie quiso llevarse a Micho. Yo le pedí permiso para quedármelo, y mi padre aceptó.

Micho se convirtió en parte de mi casa y de mi vida. Era un gato negro con alma de perro. No comía si no estaba acompañado. Me seguía cuando iba a la tienda. Se apostaba en la ventana a esperarme hasta que regresara del colegio. Y cada vez que alguien pasaba frente a mi casa, muchos cruzaban la pista con tal de no tener que encontrarse con él. El gato negro que espantaba a los demás se había convertido en mi sombra.

Pero Micho tenía un defecto: nunca aceptó la caja de arena. Estaba acostumbrado a hacer sus necesidades al aire libre, y cuando encontraba la manera de escaparse, elegía el jardín de la vecina. Una tarde vino indignada a quejarse. Yo, con once años, me quedé paralizado. Apenas pude disculparme. La vergüenza me apretaba la garganta, pero no podía hacer nada: Micho era indomable.

Tiempo después, una noche al volver de jugar fútbol, lo encontré raro. Distante. Lo abrigaba, le ofrecía comida, intentaba acariciarlo, pero se apartaba. Llamé a mi padre y me dijo que en la mañana lo llevaríamos al veterinario. Esa noche, decidido a no soltarlo, lo acosté conmigo en mi cama. Lo abracé hasta dormirme. Al amanecer ya no estaba. Lo busqué por todo el cuarto hasta que lo hallé bajo la cama. Se había ido en silencio, como los gatos saben irse.

Hoy ya no me pregunto qué lo mató, ni busco responsables. Prefiero pensar que Micho eligió partir así, escondido, como había vivido: entre sombras, sin ruido, sin molestar. A veces creo que se llevó una parte de mí y que me dejó la suya. Porque desde entonces camino como él: independiente, testarudo, desconfiado, pero con un corazón leal, casi perruno.

Y cuando me siento extraño en medio de mi propia familia, cuando no sé si pertenezco más al silencio japonés o a la fiesta latina, recuerdo a Micho. Yo también soy ese gato negro que muchos evitan, que algunos temen, pero que cuando te deja entrar, ya no te suelta.

Mi gato negro con alma de perro, mi espejo, mi herencia, sigue vivo en mí.
Su sombra me acompaña, aunque ya no esté.


Naoki Uyehara

Comentarios

No hay comentarios todavía, sé el primero!

Debes iniciar sesión para comentar

Iniciar sesión