MI CUARTO
Repentinamente te hablo. Que cómo estás. Que qué estás haciendo.
-Nada- respondes.
Entonces te invito. Te invito a mi casa.
No
Te invito a mi cuarto.
De mi casa sólo que quiero añores mi piano. El piano de mi mamá como fruto de un amor que persiste pero cuyas teclas sólo sienten las yemas de mis dedos. Quiero que lo veas y acaricies su madera con tus manos. Y que te animes a tocar un Fa menor aunque sea.
No hay mucho más en mi casa. Una tele enorme. Unos cuadros lindos pero sin sentido. La presencia de las mariposas simbolizadas en todos lados (hasta en mi piel). Unas luces que me resultan horribles. Una habitación vacía con dos fotos nostálgicas. Una sala de estudio en donde surgen ambiciones y proyectos que no se abandonan.
Por eso, te invito a mi cuarto.
En mi cuarto hay un leve pasillo. Algo que casi nadie nota pero que no lo vi en ninguna otra alcoba. Aunque no lo creas, me da la poquita privacidad que a veces anhelo. Mi cuarto tiene lo típico: una cama, un placard, un escritorio y el fanatismo por el arte expresado en algún tipo de presencia, como el de cualquier adolescente promedio.
Todos los cuartos tienen lo suyo. El de mis padres. El de mi hermano. El de mis abuelos. El tuyo.
Yo te quiero invitar a mi cuarto. Y te voy a explicar por qué:
En mi cuarto está el banner del primer cantante que me hizo amar la música. Que encendió la fibra del cuerpo que nunca más se iba a apaciguar en toda mi vida. Que me llevó a comprarme CD’s que probablemente jamás vaya a escuchar pero que me reconfortan por saber que las canciones nunca podrán morir.
En mi cuarto están los libros que leí y que marcaron mi adolescencia. Libros que hablan desde una chica que se quiere morir, de un niño que sufrió bullying, de ideologías feministas y de poesía banal hasta la nostalgia de una vida que muchos anhelamos. De una vida mejor que parece ser utópica en algunos momentos.
En mi cuarto está el ajedrez que no volví a tocar porque me frustra aprender y no poder dominar las cosas instantáneamente. Casualmente por encima de él, a simplemente un metro, se encuentran todos los textos institucionales que me quieren hacer entender que tengo que desarrollar la tolerancia, la paciencia y que no soy tan poco inteligente como me creo todos los días.
En mi cuarto está el conjunto de retazos escondidos que forman una demostración de amor hacia mi persona. Que refuta mi hartazgo por sostener que nunca nadie me había escrito un gesto y que yo siempre soy la que da pero no recibe y demás. Y ahora ese papel está colocado de la manera más precisa y detallada para que pueda ser visto a kilómetros de mi ciudad.
En mi cuarto está la agenda personalizada y mis notas de quehaceres que reflejan mi rígida estructura de sobrellevar la semana. Están mis títulos, diplomas y certificados que muchos halagan y que poco me importan. Están mis medallas de primer puesto colgadas que me dan satisfacción pero que me provocan una profunda lejanía de mi yo disciplinada y deportista. En las paredes de mi cuarto está el color turquesa que compartía con alguien que me lastimó hasta la médula pero que hoy define mi persona.
En mi cuarto está mi computadora donde escribo esto. Está la impresora donde voy a imprimir esto porque materializo todo lo que puedo y más. Y debajo están todos mis cuadernos: mi cuaderno rojo, mi cuaderno violeta, el gris, el negro. Los cuadernos que hasta ahora abarcan desde los diecisiete hasta mis veintiún años en este siglo. Los cuadernos en donde cualquiera puede leer mis vivencias, mis sentires, mis exageraciones, mis desamores y todo un hilo conductor que permanece en una fluctuación que no cesa ni por un segundo.
En esos cuadernos está mi historia.
En mi cuarto está mi cama. Mi cama de un metro y medio porque es mucho espacio para una persona pero poco para dos. La cama cuyas sábanas me ocultaron de mi propio vacío. La almohada en la cual hundí mi cara para no querer ver al monstruo de las madrugadas.
Y en frente de la cama está el espejo. El espejo que me hizo odiar a Rocío. A odiar ese nombre con el cual no me identifico al cien por cien. El espejo que vio mis lágrimas más abundantes y sin sentido que podrían caber en un mísero cuarto de dos por dos en la esquina de una manzana. Ese mismo espejo que reflejó mis ojos hinchados y que luego me permitió verme llana. Verme limpia. Verme con menos desprecio. Verme con un corte de pelo que por fin me agradaba. Verme con las polleras y las medias can can que más deseaba. Verme bailando despreocupada. Verme con una sonrisa verdadera. Verme reconstruida y confiada.
Mi cuarto tanteó entre ser el lugar más odiado y amado por la persona que lo habitaba. Pero por lo menos, hoy el espejo se puede cambiar de lugar siempre que lo necesite y se me dé la gana.
Los cuadernos jamás dejarán de estar allí, en el costadito del estante blanco.
Este espacio es de los sitios más importantes de mi vida. Y sé que lo entendes porque en él está todo lo que me representa.
Por eso quiero que vengas. Para invitarte a mi cuarto.
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Rocío Butman
Una escritora obsesiva y apasionada. Publiqué mi primer poemario "Ónix Cielo" que se encuentra disponible en mi página web.
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