por acá existe una ciudad roja
que Dios no toca,
donde el amor de cada santo es desvanecido entre los pies descalzos de los bailadores de La Pérgola,
donde hay norte y hay sur
caras destrozadas por la poesía
y caras deshechas en placer de su silencio gris,
de su bullería negra
en esta ciudad sin Dios hay un secreto más robusto,
aún más sagaz que el castigo del bongó de una campana caramelo de roñoso cobre,
mirá, ve, allá va corriendo el humo verde de todo
lo que se callan los tomatrago,
por ahí va el vino tinto seco que corre de las sienes de estudiantes, y el martillo hecho polvo contra mil nombres desconocidos y alguien tuvo que dar la orden, allá se escuchan las voces tabaco del teatro,
aquí no entra bien un Padre gordo de caviar, ni vendrá el Cardenal
porque las puertas de la iglesia son angostas y aquí cabe el que peque con el rojo que se esparce de la bandera por los pliegues de la madera y el blanco del estuco, entra el que roba con hambre, el que lee
entra la madre sin hijos, el muchacho sin padre.
van a correr entre las calles niños sin memoria,
que repiten frases gringas y se querrá leer pero no se leerá,
y en el valle se escucharán nombres rusos
cánticos ingleses y oraciones romanas
para esconder del feligrés el humor malo,
el niño moribundo y al adulto asustado del Cristo que sangra,
asustado porque nadie lo va a ver deshacerse en la ciénaga de la calle quinta y atiborrarse del asfalto de la acera cuando El Gran Padre, ni uno, ni dos, lo mire más.
en esta ciudad sonríen caras bellas que no conocerán España, se les deshilacha el bugalú de las barbas crecidas
y por la barricada verá gente que ya sintió las hojas hacerse cafés en el norte, que trajeron éxtasis de Italia
y sabrán que yo en esta ciudad me voy a morir, así el terror me saque,
no hay más tierra en este mundo nebulesco que posea el secreto de la salsa tosca,
del color de viernes
no esta tierra, no ama Dios,
pero Calienta el sol y el abrevadero de candela
hace saltar del suelo, del caos color;
en esta ciudad me muero
con las piernas hirvientes
con la cara amarilla, manos azules
hasta que corra la gota última y rojísima,
más cálida que la rubia del norte
porque allá en ese páramo de estrellas donde no existe la bondad del extraño
se colora el sol con el reflejo del ojo amarillo
del bailador que sale a la calle a probar que está vivo.
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