soy adicta,
pero no al polvo ni al trago:
soy adicta al vértigo,
a la caída lenta que promete cielo
y entrega abismo.
me inyecto promesas,
de esas que brillan como vidrio molido,
hermosas hasta que sangran.
me bebo la nostalgia de lo que no tuve,
la repito en vasos vacíos
como si pudiera embriagarme con el pasado.
mi cuerpo es un templo profanado por la ansiedad,
una catedral en ruinas
donde todavía resuena tu nombre.
cada latido es un recuerdo que se niega a morirse,
una sobredosis de lo que no volvió.
soy adicta al casi,
al borde,
a esa línea invisible entre el placer y la pena.
a las palabras que acarician antes de morder,
a los besos que dejan marcas
en lugares que no se ven.
no sé amar sin autodestruirme,
sin encenderme como cigarrillo
para que alguien me apague.
no sé ser sin un poco de veneno,
sin esa fiebre que me recuerda
que todavía siento.
a veces pienso que el amor
es la droga más elegante:
se disfraza de redención,
te promete cura
mientras te vacía los ojos.
te juro que intenté dejarlo.
me prometí silencio,
reposo,
un corazón rehabilitado.
pero el alma, esa maldita,
pide siempre otra dosis:
una palabra tuya,
una caricia tardía,
una mentira con perfume a verdad.
y ahí voy otra vez,
buscando en los cuerpos ajenos
una sobriedad que no existe,
persiguiendo el temblor,
el pico,
la caída.
soy adicta a sentir,
a doler,
a escribir sobre la herida
como si en el lenguaje hubiera metadona.
y aunque me queme,
aunque el pecho me pese
como un cementerio en llamas,
no puedo dejarlo.
porque hay algo en el dolor,
en ese instante de lucidez entre el beso y el vacío,
que se parece tanto a estar viva
que no lo cambio por nada.
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