“Tienes que sacarte las cordales” es una frase que prefería postergar en mis pensamientos, me convencía a mí mismo de que mi dentadura estaba en perfecto estado, que no sería necesario pagar trescientos mil pesos por sacar cada muela, que había sido suficiente con el proceso de ortodoncia que había llevado durante tres años. El dolor se volvió insoportable, ya no podía cerrar la mandíbula sin que me doliera, no podía comer, tuve que ceder. Recuerdo perfectamente cómo se siente recibir puñaladas en la encía con una aguja mientras me inyectan anestesia, ni hablar del sonido que hacía la fresa mientras cortaba la muela y el doctor la jalaba hacía arriba con fuerza. Esa tortura me hizo recordar que ir a odontología nunca había sido tan doloroso, por el contrario, siempre recibía felicitaciones por lo juicioso que era con mis retenedores: de color verde, con una imagen de Bob Esponja, mi nombre completo y un número de teléfono.
La cita de control era los domingos a las once de la mañana, después de salir de misa. Mamá siempre fue muy insistente con cuidar mis dientes, me acompañaba sin falta y me daba regalos por mi buen comportamiento. Nos sentábamos en las mesitas del parque, buscábamos una mesa con una buena sombra, el sol de mediodía siempre ha sido el más picante, pedía una gaseosa de uva Postobón en envase de vidrio, mamá me daba cinco mil pesos para comprarle empanaditas a las señoras de la rueda, me acercaba a la mesa, hacía mi pedido y observaba cómo las señoras armaban las empanaditas, las echaban a freír y despachaban a todos sus clientes en cuestión de minutos. Después de comer, le pedía dinero para comprar algo en la cacharrería, me gustaban los juguetes, las pistolas de balines, las canicas, las cartas, pero, sobre todo, me gustaba comprar videojuegos, era lo que más disfrutaba.
Volvía con mi nueva adquisición, las ganas insistentes de irme para la casa molestaban a mi mamá. Esperábamos el bus en la esquina del parque, el bus más antiguo era grande, de color blanco con detalles en verde y amarillo, las sillas en su interior eran rojas, el pasaje costaba mil pesos, en la parte superior del parabrisas decía Ciudad Bolívar y echaba tanto humo como un tren, luego la flota de buses cambió, eran más pequeños, con un diseño más actualizado, de color blanco con detalles en verde menta, el pasaje costaba mil doscientos, el interior era completamente gris y los asientos eran acolchados.
Pasaba entre las cinco y cuarenta y las cinco y cincuenta de la mañana, madrugar aún es difícil, lo era mucho más en esas mañanas acompañadas de una tempestad, donde el bus se demoraba mucho más tiempo en pasar, estaba lleno de gente, sintonizando la emisora comunitaria “RCB ochenta y ocho punto cinco”, el piso salpicado de pantano, la gotera en el techo, las ventanas cerradas, la cara de sueño. Estudiaba en el colegio más alejado de mi casa, en la otra punta del pueblo, llegaba a clase con ganas de seguir durmiendo, en los descansos salíamos a jugar a la cancha, corriendo detrás de quienes se burlaban de mí por ser orejón.
Mamá se sentía mal cuando le contaba que me molestaban por esa razón, por suerte, un gobernador llegó en helicóptero un día cualquiera regalando cirugías a todos los niños del pueblo, mamá me inscribió y unos meses después fui operado. Quedaron para el recuerdo las fotos de mi cumpleaños con la cabeza vendada, mi vida cambió, ya no me sentía tan feo.
Los viernes después de salir del colegio, me quedaba en casa de mi abuela, mi papá pasaba conmigo de viernes a domingo, me enseñó a montar en bicicleta, aún recuerdo esa primera vez que estaba aprendiendo y me choqué de frente con un árbol, él lo grabó todo, me gustaría ver ese video de nuevo, pero estoy seguro de que desapareció, veíamos juntos los partidos del Atlético Nacional, salíamos juntos a las caravanas para celebrar la victoria de nuestro equipo, recuerdo que me daba miedo amanecer en esa casa, fue hasta que estuve un poco más grande que empecé a quedarme y se convirtió en mi segundo hogar.
Jugábamos fútbol en la calle, las porterías eran un par de piedras acomodadas, era el más malo para jugar, siempre me tocaba tapar y también era malísimo, he sido muy torpe con mis pies. En las mañanas, sacábamos tierra del río para construir una rampa y saltar en nuestras bicicletas, nos reuníamos a las seis de la tarde, llegaban todos los niños de los barrios cercanos y se armaba el parche. A los vecinos no les gustaba tanta gaminería en el barrio, al otro día la rampa amanecía destruida y nosotros la volvíamos a construir, hasta que se quejaron con nuestros padres. Jugábamos escondidijo, chucha cogida, chucha congelada, ponchado, salíamos en bicicleta y recorríamos el pueblo. Mis amigos se trepaban a los árboles, tumbaban los mangos y yo me encargaba de recogerlos, luego aprendí a escalar un poco, me daba mucho miedo la sensación de resbalarme.
Odiaba los lunes por una razón específica, el almuerzo era sancocho. Me molestaba porque no quedaba lleno, además nunca me ha gustado el sabor de la carne, solo comía un poco de caldo, con papa y plátano que no lograba llenarme del todo, eso sí, el jugo de mora con un poco de azúcar que preparaba mi abuela, hacía que la situación fuera más pasable.
Crecí en una cocina, mi abuela materna tenía un negocio de comidas rápidas que se llamaba “Cositas Ricas”, mi madre ha trabajado ahí desde que tengo memoria, vendían empanadas, palitos de queso, patacones desmechados, carnes asadas, empanadas chilenas. Me sentaba con ella y le ayudaba a armar las empanadas, agarraba una bolita de masa y la aplastaba con una pataconera, se la pasaba a mamá y ella la rellenaba, la moldeaba y más tarde las freía.
Salir de la cirugía, con la cara hinchada, dificultad para hablar, las encías cocidas, pero con la seguridad de que ese maldito dolor de muela nunca más volvería, me dio la misma sensación de tranquilidad que cuando era niño y salía del odontólogo a comer empanaditas con mi madre, la misma tranquilidad que sentía un viernes en la noche después de salir de clases, listo para pasar un fin de semana en casa de mi abuela jugando videojuegos, la misma tranquilidad que desapareció poco a poco con el pasar de los años, que fue sustituida por preocupaciones y responsabilidades. Esa tranquilidad, que no es más que el desconocimiento de nuestra cruda realidad, es la responsable de que actualmente lleguemos a pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Antes todo estaba bien y no lo sabíamos, ahora todo es diferente y lo extrañamos.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión