A tenía 20, yo 17. Miro tan atrás en el tiempo que ahora me resulta claro por qué sucedió… En esa época creía que era mi culpa. Fue una forma de amor romántico, como el que muchas vivimos durante nuestro primer “amor”, si hay reciprocidad. No tuve la suerte (¿o sí?) de empezar con un amor platónico.
Él ya cursaba en la Facultad de Sociales. Me atraía todo eso que yo quería ser: alguien con autonomía, ideas, discusiones políticas, recitales nocturnos, consumo cultural. Cool, pero no tanto. Muy educado en cine, música, política. Yo empezaba a experimentar muchas cosas por primera vez: salidas, viajes, drogas (o algo así), libertad. Lentamente me fui mimetizando, tanto que terminé por perderme.
Una creería que yo era la que iba a tener problemas de autoestima. Pero no. Yo traía lo mío: un lazo familiar frío, escaso en afecto y contención. Me entregué a esa novedad con hambre. A su mundo, su casa, su madre dulce y cariñosa. Pero también, su familia en caos: los padres se odiaban, pero seguían juntos. La madre padecía un Edipo: cuando él estaba conmigo a solas lo llamaba (a veces llorando). El padre, jugador. El hijo, celópata y mentiroso.
Tenía “amigas” de las que hablaba todo el tiempo, pero que nunca conocí. ÉL desconfiaba de mí, que por entonces era devota: no hablaba con otros hombres, ni lo deseaba. Aún no había descubierto mi poder de seducción, o no sabía usarlo. Lo estaba malgastando con un manipulador.
Hice el estúpido (¿o inevitable?) error de irme al viaje de Bariloche estando de novia. No porque quisiera besar a alguien más —que hubiera sido legítimo, de haber vivido mi edad con más libertad— sino porque él desde Buenos Aires se encargó de hacerme el viaje insoportable. Escenas de celos, llamadas a toda hora, interpretaciones delirantes de una foto.
Aun así, el viaje fue inolvidable. Y su actitud, perfectamente olvidable. Volví con algo claro: no quería más eso. Pero a él, por alguna razón del alma (o del ego, o del apego), lo seguía queriendo.
Fue entonces que conocí a M, el Uruguayo. Era una amistad virtual, pero fuerte. Hablábamos todos los días, de todo. Me acompañó durante todo este proceso. Planeábamos visitas, viajes. Él venía seguido por su padre que vivía acá. Yo soñaba con ir a Uruguay. Nunca hubo insinuaciones amorosas, pero el vínculo era tan sano, tan sencillo al lado del caos, que empecé a tener segundos pensamientos.
Le oculté esto a A. Por miedo, claro. Cuando se lo conté, la reacción fue la esperada. Hasta le propuse que viniera conmigo a conocer a M, “te va a caer re bien”. Pero era tanto su miedo, y el mío también, que terminé cancelando las juntadas.
Y fue justo ahí que el deseo por M se hizo más fuerte. A medida que A me prohibía, yo deseaba más. Ya estaba harta. Cuando cogíamos pensaba en M. Esa era la única forma de disfrutarlo: a través de una fantasía que no lo incluía. Todo lo otro estaba muerto. Lo único vivo era esa contención emocional que me daba mi amigo.
Me hizo ruido lo que dice Mira (de Scenes from a Marriage):
“Es doloroso querer algo y no quererlo a la vez.”
Y así fue. Querer a A y, al mismo tiempo, no quererlo más.
Hay opiniones diversas sobre este tema. Varios escritores toman este punto de partida.
Clarice Lispector, en Melhor do que arder:
“Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.”
Cerati:
“Que durar sea mejor que arder.”
Alexandra Kohan (citando a Freud) en Y sin embargo el amor:
“El malestar es la bendición... condición necesaria para que el deseo exista. Creer que puede eliminarse sin eliminar el deseo es desconocer que el deseo solo prolifera donde se suspende la pretensión de garantías.”
¿Por qué durar sería mejor que arder?
¿Por qué tantas veces nos enseñan a elegir la estabilidad, incluso si es dolorosa, antes que el fuego que nos transforma?
Un día, A me dijo:
—“Quiero un tiempo. Necesito estar solo.”
Me sorprendió. Pero también me alivió. Tenía algo muy claro: no iba a darle “tiempo”.
—“No. Conmigo estás o no estás” —le dije—. “Y decidí bien, porque te vas a arrepentir.”
Era una amenaza. Pero también una certeza.
Nos separamos. Fue la primera vez que me dejaron. Estaba destrozada. Pero también liberada.
Como imaginé, a la semana quiso volver, hablar, tomarnos un café. No recuerdo si llegamos a encontrarnos. No volvimos.
Poco después, Él Mató a un Policía Motorizado —nuestra banda— sacó un disco nuevo: "El tesoro". Lo escuché en loop. Lloré lo que no había llorado durante la relación.
"Perdón si estoy de nuevo acá
Pense que habías preguntado por mí
Me gusta estar de nuevo acá
Aunque no hayas preguntado por mí
Voy a quedarme un poco acá
Cuidarte siempre a vos en la derrota
Hasta el final, el final"
No lloraba por él. No lloraba por la ruptura.
Lloraba por mí.
Por todo lo que me había costado encontrarme de nuevo.
Por la versión mía que se apagó para sostener algo que no valía.
Por la que volvió.
Y por la que, ahora sí, no pensaba irse nunca más.
Seguíamos en redes. Como era de esperarse, muy pronto se puso de novio con otra piba.
Me sorprendió… y un poco no. Lo entendí todo.
Mira, en la intimidad de su cama, en los brazos de su marido, suelta con lágrimas:
“Y me tomó tanto tiempo sentirme como yo de nuevo.”
Hoy pienso: la primera vez que te dejan no es cuando el otro se va.
Es cuando una vuelve a sí.
Y nota todo lo que soportó.
Neil Young:
“Es mejor arder y morir que desvanecerse.”
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Meli Claps
Escribo lo que desborda. Cultivo pensamientos como quien cuida un jardín. La palabra como alivio momentáneo
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