Toqué mi cabeza
y se halla sangrando,
de ese veneno de río
que nunca calla.
Uno que emana
los más viles secretos,
acerca de lo poco humano,
del tabú de hace mil años.
Grita con rabia
lo que nadie ve,
lo que jamás se dice:
esos suspiros de muerte.
Es sentirse diminuto,
miserable,
perdido,
incapaz de hallarse en sí mismo.
Ser una cáscara vacía,
un envase roto,
sin huellas,
sin alas.
Hundiéndose
en el gris asqueroso, fangoso,
de una vida difusa,
carente de gloria
y pena.
Merodeando
las orillas de un reloj de arena,
como un no muerto,
como yo mismo.
Y si, solo si,
me enjuicio frente
a aquel espejo,
veré a un medio hombre
con taladro en mano.
Decidido
a atravesar su reflejo,
a mutilar la existencia,
a ser reducido
a trazos,
a pequeños cachos.
A escasos pasos
de rebobinar el tiempo,
de volver
a la nada.
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