Debo estar perdiendo la cabeza.
Estoy casi segura de que te vi, cruzando la avenida.
Al instante me doy cuenta de que no sos vos. No hay nadie, en realidad.
Es que es imposible confundirte, con tu porte y esos ojos que se distinguen a distancia.
Debe ser el sueño. No debería caminar con la mente cansada.
Después de aquel suceso sigo caminando. Me topo con ese café al que siempre te quise llevar. Dudo un instante y entro.
Hay gente muy sofisticada: mujeres bellas, amigos riendo, hombres tratando de parecer atractivos ante su cita.
Me siento en una mesa del rincón y pido un café con leche.
No… mejor una limonada.
A vos te gustaba la limonada.
—¿Algo más? —me preguntan.
—Eso nomás.
Las risas ajenas me golpean. Soy la única. Nadie se anima a una cita solo.
¿Y quién lo haría?
Yo también quiero compartir mi limonada.
Miro la calle. Las nubes han cubierto al sol, todo se tiñe de gris.
Un gris triste, desolado.
Al rato llega mi vaso.
Fresca, dulce, con ese dejo agrio que me encanta. Ese agrio que me recuerda tu ausencia.
Lástima que la última vez no estaba así de exquisita.
Qué más da.
Eso pasa por no hacerme caso y no venir acá.
Suspiro. Te imagino sentado frente a mí.
Perdí la cabeza, definitivamente.
Pago la cuenta y me voy.
La calle está abarrotada de gente.
Y claro, es viernes.
Los negocios casi cierran, todos se desesperan.
Observo a los niños que seguro necesitan un mapa o una cartulina. No se acuerdan ahora. Lo harán el domingo a la noche.
Quiero llegar a casa.
Me parece escuchar una voz. Una voz conocida.
—Qué día, ¿no?
No hay nadie detrás.
Filas de gente que no cuadran con esa voz. Tu voz.
Camino más rápido y me pesan las piernas.
Camino. No pienso. No quiero pensar.
La gente me roza, me atraviesa.
No estoy.
No llego y parece que nunca lo voy a hacer.
No está mi casa.
Me parece haberla visto cruzando la avenida.
Quizás soy yo la que se perdió.
Estoy perdiendo la cabeza.
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