Nunca sabré si las personas que tanto quise me quisieron como yo a ellas. Nunca sabré qué lugar ocupé en sus vidas, si fui una estación de paso, un recuerdo fugaz o alguien que se llevó un pedazo de su alma.
Yo sí sé lo que ellos dejaron en mí. Me marcaron. Dejaron cicatrices invisibles, algunas cálidas, otras que todavía arden. Y tendré que vivir con eso, con la certeza de lo que ellos fueron para mí y la incertidumbre de lo que yo fui para ellos.
A veces me pregunto por qué necesito tanto sentir que fui importante. ¿Por qué me rompe por dentro imaginar que tal vez fui insignificante, un eco que se pierde con el tiempo? Me aterra el olvido.
No quiero ser un nombre que se borre. No quiero que mi existencia pase desapercibida en la vida de quienes alguna vez fueron mi mundo. Porque si me olvidan, ¿de qué sirvió tanto sentir? ¿de qué sirvió tanto querer?
Y sin embargo, sé que yo también olvido. Sé que la memoria es frágil, que las personas se van quedando atrás como estaciones en un tren que no se detiene. Pero mi alma se resiste. Quiere dejar huella. Quiere que alguien me recuerde, ya sea a través del amor o del dolor.
Quizás no se trata de ellos. Quizás se trata de mí, de ese vacío que pide a gritos ser visto, reconocido, nombrado. Mi alma lo pide. Y cuando no lo consigue, se aflige, sufre, llora.
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