a veces siento que habito un espacio suspendido, como si flotara entre pensamientos huecos que no me conducen a ningún lugar. es un terreno desdibujado, hecho de preguntas sin respuesta, de silencios densos y de un futuro incierto que se despliega frente a mí como un camino borroso, siempre a punto de desaparecer si intento pisarlo con demasiada certeza.
no sé bien qué me espera ni qué se supone que debo ser, y sin embargo, sigo aquí, conviviendo con esa duda como si fuera una vieja amiga. he aprendido a abrazar con fuerza mi propia melancolía, no la rechazo; al contrario, me refugio en ella, porque en su profundidad, aunque a veces me arrastre, también encuentro un tipo extraño de consuelo, una belleza que no todos logran ver.
guardo mis sueños como quien protege algo frágil y valioso, los escribo en fragmentos, los escondo en palabras sueltas, en notas sin firma, en hojas rotas que se pierden con el viento. son trozos de mi alma puestos en tinta, esperando que un día alguien, tal vez sin saberlo, los lea y sienta algo. lo que sea. algo que los acerque a mí, aunque no sepan que soy yo quien está detrás.
hay en mí un deseo casi desesperado de ser comprendido, de que alguien, al mirar la obra que voy construyendo con mi existencia, logre ver más allá de la superficie, que escuche lo que no digo, que entienda las pausas, los silencios, los matices que hay entre cada palabra que sí me atrevo a pronunciar.
pero he aprendido a disfrazar mi alma. lo hago con delicadeza, como si fuera un arte, bajo el farol que ilumina mi trabajo, me convierto en algo más digerible, más agradable, una figura con una sonrisa cálida, que parece estar bien, que inspira ternura, que escucha, que brilla sin esfuerzo. nadie lo nota, o tal vez sí, pero eligen no verlo.
esa sonrisa que doy tan generosamente no siempre es real, es un puente que construí para poder seguir existiendo entre los otros sin tener que explicar la maraña que tengo dentro. porque si abriera la puerta de mis pensamientos, creo que muchos se asustarían, no por crueldad, sino porque la intensidad a veces incomoda, y la tristeza que no puede maquillarse, pesa.
y mientras más tiempo paso fingiendo estabilidad, más siento que pierdo partes de mí. no de forma abrupta, sino de manera sutil, casi imperceptible, como si mi esencia se fuera diluyendo gota a gota en cada intento por ser lo que se espera, en cada sonrisa que no nace sola, en cada silencio que elijo en lugar de hablar. es como si me estuviera desenhebrando lentamente del tejido de mi propia alma.
en esa desconexión empiezo a olvidar lo que realmente soy, lo que siento, lo que necesito. y entonces aparece el mundo, ese mundo externo que se mueve rápido, que exige, que grita, que juzga sin detenerse. una realidad burda y caótica, donde la sensibilidad es vista como debilidad y la profundidad como una carga. ¿cómo puedo ser sincero en un entorno que prefiere las respuestas simples, las emociones prácticas, la alegría constante?
no sé.
tal vez por eso escribo, tal vez por eso me escondo detrás de las palabras, porque ahí todavía puedo ser yo sin miedo, porque la tinta, al menos, no me interrumpe, no me juzga, no espera que le sonría cuando estoy roto.
y sí algún día alguien encuentra estos fragmentos y los lee con el corazón abierto, quizá entienda que detrás de cada palabra no solo hay dolor, sino también una esperanza tímida, una que no se rinde del todo, una que, incluso rota, todavía sueña con ser vista.
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