Ahí estabas. Tanto tiempo. A través de un lente, como es tan característico de la época. No se veía tu cara, pero reconozco esas manos sin pensarlo dos veces. Me detuve en uno de tus dedos. Seguís teniendo puesto nuestro anillo. Me genera una mezcla de ternura y tristeza. Estabas vestido como siempre. Con ese sweater negro que se pierde en aquel pantalón del mismo color. Una vez te dije: vos siempre vas a seguir igual y yo siempre voy a cambiar. Me estoy mirando en el espejo. Más allá de mi pintoresco pelo corto (unica tradición que parezco mantener), me veo distinta. Soy distinta. Cambio como el día y la noche, como las estaciones, como las hojas de los árboles, como la vida. Y vos seguís igual como aquellas sensaciones que no nos cansamos de experimentar por la comodidad que nos genera su familiar sensación: el primer sol de verano, los pies en la arena, el olor del invierno, el abrazo de alguien que amamos. Siempre estuvo sentenciado: tu paz eventualmente se pudriría en mis inquietas manos.
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